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Mi novela de Televisa

Por Néstor Cruz Tijerina*

Hola. Hace seis años todavía era un chamaco caguengue, pero un chamaco caguengue que traería al mundo a una morrita que hoy ya es toda una niña formal, hecha y derecha.

En ese entonces, y como siempre de forma casual en este país, la situación económica andaba mal; muy mal. Motivado por eso, un día viendo el periódico se me metió en la cabeza que yo podría escribir una novela y ganar 50 mil pesos de un premio binacional, así nomás por mis pistolas. Imagínense: serían un chorro de pañales.

Así que tenía como 10 días para aventarme un rollote de más de 150 cuartillas, que era lo mínimo. Como buen playboy que soy, le dije a la mamá de mi hija que sólo me alimentara como al perro, porque no iba a pruducir lana y me embarcaría en mi sueño…

Bueno, no es mi sueño de estos tiempos. Sí me gustaría ser un viejito novelero como Saramago, pero ahorita no. A mis 31 me considero verde.

El caso es que esta semana he tenido mucho trabajo y no tuve el tiempo de sentarme a escribir algo nuevo para Radanoticias; pero también en esta semana tuve un reencuentro con mi vieja novela que, aunque no ganó, sí fue mejor recibida de lo que esperaba.

De hecho en estos días me dijeron que no sea güey, que la publique… pero no sé. Como contexto, se trata de una novelita inspirada en algo que me tocó reportear para Zeta en Tijuana. A lo mejor algunos se acuerdan del famoso motín de «La Peni» en aquella entidad vecina. O quizá ya se les perdió entra tanta información que nos fumamos todos los días.

A continuación les dejo un pequeño capítulo que, además de estar inspirado en ese trágico suceso, creo que habla mucho de mí y, de alguna manera, cuenta la desafortunada historia de un compa guionista. Que lo disfruten. O no.

 

13. Soy un escritor extranjero.

Desde que era niño, noté que mi vida carecía de algo. Al crecer, jamás pude ser indiferente viendo las noticias de todos los días, con sus muertos, funcionarios corruptos, afectados por omisiones gubernamentales, aumentos de precios, etcétera; nunca quise estar consciente de todo eso y seguir mi vida como si nada, pegado a una televisión y a un vicio para olvidar y ensimismarme.

También, rápidamente me di cuenta que yo sería incapaz de tener un trabajo normal como los demás, así que me volví escritor. La razón es simple: no soporto la realidad como es de uniforme, aburrida e injusta.

A través de la literatura, soy capaz de crear nuevos mundos partiendo de la idea infantil de que todos nos parecemos; así que mi filosofía es que la buena escritura será aquella que nos lleve por mundos que conocemos, pero, que no sabemos que conocemos, hasta que los encontramos impresos en un libro.

Se preguntarán qué hago yo, un escritor italiano, aquí en esta cárcel, observando cómo meten a ese pobre hombre junto a un degenerado, un venezolano, unos cholos pelones y toda esta gente que expele olores desagradables.

El motivo es que cometí un error. Escribía una novela para mi casa editorial; ellos me presionaban mucho porque mi libro anterior no se vendió como se esperaba, así que, prácticamente, me amenazaron diciendo que sería mi última oportunidad de publicar con ellos, y la verdad, sobrevivir como escritor en este país donde la gente no lee, es lo más complicado que puede existir.

Estaba muy presionado. A mí me gusta escribir de temas complejos de los seres humanos que representan sus más profundos miedos, como la necesidad que tenemos por ser originales, el temor a quedar apartados y sentirnos inútiles, las humillaciones, la fragilidad emocional y el pavor a que te desprecien.

Pero esos libros, desafortunadamente, no venden en una sociedad cada vez más vampiresca, es decir, sedienta de sangre e interesada en la estúpida vida nocturna.

Mis editores dijeron que el siguiente libro que tenía que salir de mi cabeza sería de temas policiacos. Ellos mismos me sugirieron que tratara sobre terrorismo, que tan de moda está en estos momentos.

Pensé que el mundo no necesitaba más sicosis a través de la literatura; para eso ya estaban los periódicos amarillistas que todos los días sacan en sus primeras páginas, sin inmutarse y sin cuestionar de fondo, las docenas de muertos que generan a diario los criminales organizados, las declaraciones por parte de gobernantes que sugieren a la comunidad mejor no salir de sus casas, o que el ejército sustituyó a las policías civiles, como en cualquier dictadura. Digo, esto último sería a todo dar si los militares fueran dechados de virtudes, pero en el poco tiempo que han salido de sus cuarteles ya mataron a familias enteras en sus retenes por andar drogados, ya se metieron a casas de gente inocente sin órdenes de cateo y, por si fuera poco, ya se ha comprobado que también están involucrados con delincuentes. Todo esto, sacado de los mismos diarios que se han convertido en heraldos de las desgracias humanas.

Así que, por si fuera poco, ahora tenía que echarle más chile piquín a la gran hemorroide que se instaló en el culo de la sociedad. Entonces, motivado más por mi hambre que otra cosa, me senté a pensar cuál sería un tema que realmente impactara a la gente, y la respuesta la encontré en mis propios miedos: la inanición, morir lentamente con la panza vacía.

Y para agregarle dramatismo a mi novela, la inanición sería más desesperante, es decir, mis personajes tendrían dinero para comprar comida, pero no lo harían por miedo a morir envenenados, ya que los terroristas anunciarían que colocaron por todo el mundo, en los supermercados, latas con alimentos contaminados. Genial, ahora yo era un tremendo hijo de puta desgraciado y delincuente en potencia. Así volvería feliz a la gente que le encanta leer eso.

Pero, tenía un gran problema. Yo era un italiano egresado de la Academia de Bellas Artes de Brera, así que no sabía nada, más que por los medios, de cómo pensaba un terrorista y de cuáles eran las reacciones reales de las víctimas de estos actos atroces.

Así que tomé la decisión de hacer trabajo de campo. Agarré el directorio telefónico, me fui a la sección de supermercados y caminé a la caseta de la esquina. De ahí marqué al primer número que me topé y esto fue lo que resultó:

-Buenos días, le atiende Gustavo, ¿en qué le puedo servir?

-Mira, Gustavo, lo que te voy a decir no es broma. Yo soy narcotraficante y te hablo para que sepas que entre los productos de tu mercado coloqué dos latas envenenadas y una bomba en un lugar que jamás encontrarán. Así que si no me dan inmediatamente diez mil dólares, alguno de sus clientes morirá y, el día menos pensado, la tienda explotará en mil pedazos por no entregarme mi dinero.

La reacción del joven que me atendió fue de mucho nerviosismo. Empezó a tartamudear cuando dijo que me pasaría a su jefe para que me diera una respuesta y que él solo era un simple empleado que nada tenía que ver, y hasta aseguró que faltaban pocos días para que renunciara, así que imploró que no le hiciera a él ningún daño.

Yo tomé nota de todo: ante una desgracia masiva, algunos solamente piensan en sí mismos. Le colgué y no esperé a que me dijera nada el gerente, que seguramente sería otro empleado que no sabría qué hacer. Me dirigí a las instalaciones de la tienda y comencé a observar lo que pasaba.

Primero llegaron los bomberos y muchas unidades de la policía municipal. Creí que arribarían grupos especiales capacitados para trabajar con explosivos, pero no, los que entraron a revisar el lugar fueron humildes empleados de protección civil que nada más llevaban sus uniformes color blanco con rayas azules como único escudo.

Así que cuando un extremista ponga una verdadera bomba en esta ciudad fronteriza, pobres de los diablos que vayan a revisar.

Ya después me enteré que el ejército tiene una unidad especial que se encarga de desactivar explosivos, pero aun así seguí pensando que mandar primero a indefensos bomberos o gente de protección civil a comprobar una amenaza, solo podía ocurrir en un país gobernado por ojetes, como dicen ustedes los mexicanos.

Hablando de mi lenguaje, quiero decirles que las primeras palabras en español que aprendí al llegar a su país, caminando por las calles y conviviendo con gente ordinaria, fueron “chale”, “güey”, “no mames”, “está cabrón” y “chido”.

Observé detalladamente cómo se comportaban los policías y ciudadanos mirones que estaban cerca de la zona de contingencia; cómo todos, en el fondo, esperaban una gran explosión que dejara un hongo de humo en el cielo para que el día, al fin, fuera diferente y tuvieran algo nuevo de qué hablar en sus casas, que no fueran los temas de la televisión y las quejas de siempre.

Vi cómo las amas de casa dejaban solos a sus niños en sus hogares y cómo los adolescentes, que obviamente adolecían de sentido común, reían y se emocionaban por ver las sirenas de las patrullas prendidas, deseando algún día ser como esos policías municipales gordos que, según ellos, controlaban la escena, con sus radios y sus pistolas desenfundadas ordenando a la gente que “guardara distancia”.

Anoté en mi libreta cómo, periódicamente, la ciudad se quedaba sin policías recorriendo sus calles porque todos estaban en el chisme de la bomba en el supermercado. Me enteré de boca de unos jóvenes, parando bien la oreja, que algunos alumnos llaman a sus escuelas diciendo que pusieron bombas para evitar algún examen o simplemente porque estaban aburridos y querían joder.

Miré con tristeza que más que preocupación, la gente reía y tenía una actitud inverosímil frente a la gran amenaza que ahí se presentaba. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué en la vida real si la casa del vecino corre peligro, los inquilinos en vez de ayudar se ponen a inventar historias como, por ejemplo, que la bomba la vieron cuando compraban salchichas en el gran refrigerador de la entrada? ¿Por qué ese afán de sentirse parte del acontecimiento, aunque acabaran de llegar?

Descubrí que la gente está tan fastidiada de la cotidianeidad, que cuando algo extraordinario sucede, quieren formar parte, de la manera que sea: como testigos presenciales, víctimas, o, como en el caso de algunos inmaduros, asegurando que ellos mismos fueron los que llamaron a la policía y provocaron todo el alboroto que estaba pasando.

Qué barbaridad. Si pusiera todo esto en mi libro seguramente muchos de mis lectores se molestarían porque no creerían que algo así pueda pasar en la realidad. Yo mismo pensaría eso, si no hubiera estado en el sitio.

Como sea, no podía arriesgarme a transmitir esa idea de gente mezquina y autoridades pobres en infraestructura para atender las amenazas. Así que decidí que mi novela sería inspirada por cualquier churro peliculesco de Hollywood: mis víctimas serían mujeres gritonas y niños en brazos que, tras la carrera de huida, tirarían dramáticamente sus ositos de peluche en medio del caos total; policías tipo Swat que entrarían a la zona de peligro con el control absoluto de la situación: en un minuto encontrarían la bomba y en treinta segundos la neutralizarían; autoridades que se comprometerán a capturar a los culpables y, ajá, seguramente, que los arrestarían; mirones, oh, no, “testigos” respetuosos que, ante las cuitas humanas, mostrarían solidaridad y guardarían distancia con respeto.

Digo, escribir eso sería más creíble para cualquier amante de los cuentos de hadas que forma parte de la mayoría de los lectores del país, así que me puse a escribir.

Tiré a la fregada todas las anotaciones que hice de mi experimento social y mejor me fui a Blockbuster a rentar muchas películas de acción, desde las de Duro de Matar, hasta los culebrones inverosímiles de Steven Seagal y Jean Claude Van Damme. James Bond también fue uno de los indispensables.

Luego de obtener musa fílmica, me senté a redactar lo que consideré una receta de cocina. Repetí los ingredientes de siempre en esos casos: una dosis de sangre por aquí, un poco de sexo entre los protagonistas por allá, una bomba de fragmentación por este lado, una sonrisa de fanfarronería por el otro, y presto. Tenía una novela que seguramente le encantará a la gente culta que prefiere un bodrio por escrito que en la pantalla grande.

Le llevé el libro a mis editores y, luego de unos días, me hablaron para decirme que era un seguro Best Seller, que mi libro ya estaba en proceso de revisiones y que más rápido que tarde estaría en las imprentas, produciéndose como pan de dulce calientito.

En un mes, el libro ya estaba a la venta con una campaña de publicidad voraz por parte de la casa editora. En mes y medio, se estaba imprimiendo la segunda edición. En cuatro meses, la tercera.

Hice gira promocional por todo el país, respondiendo siempre las mismas preguntas de los reporteros, hasta que un día, hastiado de tanta simpleza, confesé con toda honestidad, parafraseando el emotivo discurso que rindió Orhan Pamuk cuando recibió el Premio Nobel de Literatura titulado La Maleta de mi Padre, por qué elegí ser escritor:

«Escribo para que la gente conozca la realidad que tenemos en este país, y quiero decir que la realidad no es la que garabateé en este libro mentiroso que tienen en sus manos.

-«Escribo porque me sale de dentro! Escribo porque soy incapaz de hacer un trabajo normal como los demás. Escribo para que se escriban libros como los míos, y yo pueda leerlos y decir con orgullo que me copiaron.

«Escribo porque estoy muy, muy enfadado con todos ustedes, con todo el mundo. Escribo porque me gusta pasarme el día en una habitación escribiendo, lejos de las pláticas de siempre y de lo tedioso de la vida familiar. Escribo porque sólo puedo soportar la realidad si la altero.

«Escribo porque me da miedo ser olvidado, como cualquier niño que teme perder su esencia en el salón de clases, entre tanto engendro competitivo. Escribo porque me gustan la fama y la atención que me ha proporcionado la escritura.

«Escribo para estar solo. Escribo porque a lo mejor así comprendo la razón por la cual estoy tan, tan enfadado con todos ustedes, con todo el mundo.

«Escribo porque me gusta ser leído. Escribo para ver si de una vez termino esa novela, ese artículo, esa página en blanco que he comenzado. Escribo porque eso es lo que todos esperan de mí.

«Escribo porque infantilmente creo en la inmortalidad de las bibliotecas y en cómo mis libros sobrevivirán en los estantes. Escribo porque todo, la vida, el mundo, es increíblemente hermoso y merece ser retratado. Escribo no para contar una historia, sino para crearla.

«Escribo para quitarme esta maldita sensación de que hay un lugar al que tengo que ir, pero que jamás consigo llegar, como en un sueño.

«Escribo porque no soy feliz. Escribo para ser feliz».

Creo que hablar así frente a una prensa reaccionaria, acostumbrada a intelectuales que se comunican con puras palabras rebuscadas y con poses de divinidad, fue el peor error que pude cometer si mi objetivo era salir de pobre y ahorrar un dinero para viajar y llevar la vida con tranquilidad.

Al día siguiente, recibí las críticas más severas que alguien pudiera imaginarse en las secciones culturales de los medios de comunicación. Me dijeron arrogante, frustrado, plagiador, anacoreta, cenobita, asceta y todos los sinónimos de estas tres últimas palabras que los reporteros pudieron encontrar en sus diccionarios.

Yo, no lo voy a negar, me sentí muy triste por perder la popularidad de la noche a la mañana. Casi-casi, convocaron a la quema de mis libros en una plaza pública; claro que no llegaron a tanto, pero por reportes de gente que trabaja en el relleno sanitario, ahí fueron a parar la mayoría de mis ejemplares.

Los demás, fueron guardados en lo más profundo de cualquier casa en una biblioteca improvisada como adorno, para presumir a las visitas que en ese hogar había cultura, aunque ningún hijo haya ojeado al menos un libro y los temas de conversación siempre fueran Britney Spears y el pariente millonario, en vez de José Saramago o cualquier artista valioso. Ahí, junto al libro polveado de Saramago, yacía el mío.

Precisamente porque en mi casa jamás se habló de que el dinero y la fama estúpida eran los únicos caminos a la felicidad, creo que me volví escritor. Aparte, nunca supe lo que era la represión y el temor a los padres; también por esos motivos, creo que mi imaginación pudo desarrollarse libre como hasta el momento.

Bueno, el caso fue que después de mi debacle, me encerré en un auto exilio en casa, sobreviviendo con los ahorros que me quedaron de las ganancias del libro espurio, deprimido, flaco y más pálido que de costumbre.

Un mal día, tocaron a la reja de mi casa unos policías ministeriales. Me preguntaron si podía salir, porque era necesario que les ayudara a identificar un vehículo que presuntamente le habían robado al vecino.

Yo accedí amablemente y me topé con que era una trampa. Iban sobre mí. Según esto, el chamaco que atendió mi llamada falsa en el mercado, dijo que el terrorista tenía un acento extraño, “como gringo o como extranjero”, según su declaración oficial.

Los agentes (en un lapsus de profesionalismo porque ningún asesinato del narcotráfico resuelven pero este caso sí) investigaron de qué teléfono público salió la llamada, si por esa zona vivía algún extranjero y, luego de vigilarme unos días y ver que no salía para nada de casa (por lo cual supongo que creyeron que planeaba más atentados), decidieron arrestarme, apoyados por las “fuerzas federales”, el ejército y una bola de collones policías municipales que observaban todo desde lejos porque sus superiores de la milicia, de la federación y del estado podrían regañarlos.

También, fue muy notoria la saña con la cual me trató la prensa. No importó que el mismo día de mi detención los narcos mataran a dos familias completas con todo y niños y abuelitos y mascotas, mi caso lo publicaron como nota principal: “CAE PELIGROSO TERRORISTA ITALIANO”. Carajo, sus ventas debieron irse por los cielos ese día; imagínense, todos acostumbrados al mafioso italiano tipo El Padrino, habrán pensado que se trataba de algo así.

Me llevaron unos cuantos minutos a las instalaciones de la Procuraduría General de la República. Ahí, me expusieron como oso panda ante fotógrafos y camarógrafos que chocaban entre sí para retratar al delincuente de moda.

Los reporteros, con tono de gendarme, me hicieron repetir mi nombre en voz alta ante sus micrófonos y grabadoras y me exigían que les revelara por qué diablos me había salido del guacal siendo terrorista.

Yo no les respondí nada, así que unos policías federales con pasamontañas los muy ridículos me llevaron a una camioneta blindada, en la que fui escoltado a este centro de dizque rehabilitación social para pagar una condena que ni siquiera se me ha dado. Porque sabrán que llevo casi dos años aquí y ningún juez se ha dignado a sentenciar mi caso.

Yo estoy solo en este país. Vine a probar suerte porque conocí a una mexicana de la cual me enamoré por Internet, pero ya estando aquí las cosas no fueron tan lindas y profundas como en las cíber-conversaciones.

Decidí quedarme en Tijuana porque sus calles, personajes y arquitectura son muy inspiradoras, como para crear una gran novela que no he terminado.

Bueno, de todos modos, no creo que las musas existan. Siempre he negado que floten por ahí fuerzas cósmicas que hagan escribir hermoso a los escritores; sin embargo, cuando algo bueno ha salido de mi pluma, siento como si fuera motivado por un poder externo, ajeno a mí.

Como ven, es muy difícil de explicar el proceso del arte, pero creo que el poco éxito que he tenido como creador podría resumirse en la capacidad de reconocerme con todo lo que escribo, virtud que se ha ido desarrollado a lo largo de mi vida.

Afortunadamente, trabajando en la maquila de esta cárcel logré juntar unos cuantos vales canjeables por dinero para pedirle al custodio corrupto que por favor meta una pluma y un cuaderno.

Con eso, tengo seis meses escribiendo la que creo que será mi obra magna: una crónica exhaustiva de esta ciudad fronteriza, con sus putas bilingües, sus ambulantes, su miedo permanente a las balas, sus devaluaciones, sus yarderos, sus carros “tijuaneados”, sus narcotraficantes, su tráfico en horas pico, la actitud indiferente entre vecinos de cualquier colonia que ni se saludan, su línea internacional eternamente concurrida, sus calles inundadas y destruidas con cualquier lluviecita, sus vendedores de Bon Ice que se confunden con los payasos que están en cada esquina pidiendo dinero, su unidad deportiva en plena canalización del Río (¿?), sus docenas de centros de rehabilitación de múltiples adicciones, sus centenas de maquiladoras y sus empleados hormigueros, sus monumentos a héroes norteamericanos (what the fuck? Eso solo puede verse en esta ciudad), sus cerros llenos de casas extremadamente pobres, su hipódromo de un empresario polémico acusado de asesinato, su toreo derruido, sus camionetas del año sin placas con corridos de narcotraficantes a todo volumen, sus carros pobres con la misma canción, su vía rápida congestionada y lenta, sus paredes grafiteadas o con dibujos extraños de personajes del pasado, sus cientos de cruces fúnebres en el muro que nos divide con Estados Unidos, sus aviones que vuelan bajo en Otay, sus periódicos sensacionalistas que ponen en las portadas cabezas diseccionadas flotando en charcos de sangre, su falta de identidad porque casi todo en la calle está escrito en inglés, su cárcel olvidada… en fin. El gran libro de mi vida.

Dicen que por terrorismo, me darán entre diez y quince años. Yo creo que ese tiempo será el suficiente para forjar una gran novela, porque cuando escribes para premios o editores que te limitan, sale cualquier porquería.

*Néstor Cruz es periodista, Director de la Revista Reportaje. Escritor wannabe. Personaje de novela.




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