Por Néstor Cruz Tijerina
Ensenada.- «Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay».
Partiendo de esta frase de José Saramago, y a nivel personal por conocer lo que es no tener qué tragar, quiero desarrollar esta idea: la felicidad, como la conocemos, es el peor flagelo social al cual nos enfrentamos en este milenio que recién comienza.
Y aquí trataré 3 asuntos en particular: la felicidad física, la emocional y la social.
La felicidad y sus primas la inmovilidad, la dulzura y la comodidad, tienen sumido al mundo en una laguna de gordos físicos y mentales: por un lado, los que gastan todo lo que tienen en placeres inmediatos de grasa y chocolate, y por otro, los que adelgazan a base de tortilla y arroz blanco.
¿Cómo es posible que en un planeta donde hay tanta depresión y aumentan cada vez más los nihilistas y los agorafóbicos, convivan el exceso y la carencia? Igual que conviven en México casi 60 millones de pobres y el hombre más rico del mundo.
Pero en este caso del mundo al revés, son ahora más los que cometen excesos con su persona que los que mendigan. Ese es el gran milagro del capitalismo. Y bravo, en serio: siempre será mejor tener la opción de elegir cuánto consumes, que no tener, como antaño.
Para que el asalariado alcance la felicidad física, la cosa -llamémosla así para no caer en el cliché del «sistema»- pone a su disposición montón de productos dulces y energéticos, redbulls, maracuyás, cafeínas, chocolatinas, caramelos, etcétera. Cosas que definitivamente le hacen un parote a los atletas y a la gente disciplinada que se quiere y tiene rutinas de ejercicio constante. Y ya.
La felicidad del momento que te regala un redbull, cobra la factura en el hígado del que se hace adicto y no tiene forma de «soltar» toda esa alegría adquirida de forma artificiosa. Los consumidores de eso son como niños que piden el chocolate a la mamá en la caja del mercado. Así de simple es la analogía.
Por otro lado está la felicidad religiosa y civil de formar una familia en este lugar lleno de egoísmo, lujuria y frustraciones personales.
¿Una persona que tiene resentimiento de quien ve en el espejo, ora por inseguro, ora por frustrado, ora por vanidoso, está capacitada para amar a otra persona y educar a hijos que mejoren al mundo, no sólo que lo consuman?
Esos que ven el espejo y se engañan que son Christian Bale o Thalia, que son, pues, tristemente, casi todos los adultos jóvenes, pasan sus saldos morales a la institución social sagrada del matrimonio, en donde, dicen los cuentos, está la felicidad por siempre.
¿Esto último es cierto, o en realidad lo que pasa es que, con el paso del tiempo, ya no pueden ni verse, en el mejor de los casos, y en el peor se pelean a gritos o golpes? Las estadísticas de divorcios, demandas de abuso y las simples charlas de oficina tendrán una mejor respuesta que yo.
«Y fueron felices por siempre» termina convirtiéndose en una condena y una cárcel para las millones de personas que no trabajaron primero en sí mismas antes de entrarle a la empresa de la felicidad mancomunada.
Pero pues casarse resuelve el dilema de tener con quién copular y de quién depender emocional o económicamente. Es lo práctico y lo normal, como están las cosas. Ojalá sirviera en estos tiempos para lo que se inventó, que es darle estabilidad a los polluelos.
Y para concluir esta pequeña reflexión que me generó la frase de Saramago del primer párrafo, quiero hablar de la felicidad de la democracia. La más padre de todas.
Vamos todos a elegir a alguien que tome decisiones por nosotros. Esa sí que es la más grande de todas las felicidades y de todas las comodidades.
Vamos a olvidarnos de quién recoge la basura y cambia el foco de la lámpara de afuera: vamos a darle libertad de acción a alguien más para que haga eso y que, además, nos dé justicia, como si fuera un choripán -perdón, se me antojó-.
Y es más: vamos a contratar a un montón de representantes populares que se junten en congreso para repartir el dinero y escribir las reglas del juego, aunque el juego sea de millones de participantes, no del que pueda comprar la mejor raqueta.
Puesto así, sé que sueno a odioso anarquista que toma por la fuerza la facultad de filosofía de la UNAM. Pero a lo que voy es a que, como está, la democracia se ha convertido en una más de las comodidades que nos tienen, en el fondo, insatisfechos e inseguros: sin mecanismos efectivos para fiscalizar, sin herramientas reales para remover y castigar al funcionario omiso y sin voluntad verdadera para participar en la toma de decisiones de absolutamente todo lo que pasa en el país.
Es como el infantilismo, de nuevo, llevado a la vida adulta.
Cuando niñitos, nos acostumbramos a que papá o mamá tomen las riendas de cómo vestirnos, qué comer y qué está bien y mal. Igual acá, pero sin la humildad del niño que está aprendiendo en un proceso natural. Acá sabemos que el aumento de impuestos nos jode, pataleamos un rato, y ya, nos acostumbramos, sin cuestionar hasta la que sigue.
Es la comodidad de vivir en estas democracias imperfectas latinoamericanas las que nos tienen como ciudadanos de tercera. Y son las demás felicidades aquí mencionadas las que nos tienen a un paso de la epidemia que finalmente nos desmoralizará y que, algún día, reventará el sistema de salud pública del mundo, para goce y confirmación de todos los conspiranoicos.
¿De qué sirve, entonces, ser así de negativo, de señalador y de mala onda con los semejantes? Aquí mismo, de nada.
Hay que ser muy miserable y muy mediocre para aspirar a una pensión luego de 30 años de infelicidad crónica, que es la verdadera cara de todo ese placer barato y en abonos que compramos a lo largo de nuestras felices y tranquilas vidas.
El deporte favorito en la tele, la cerveza, la mariguana, el reality show, el libro de superación personal, la novia buenota, el sushi de 150 pesos, la tablet, el hijo que gana el concurso de la escuela y no más, la idea de un diseñador universal, la moda, la medicina para la migraña, el producto milagroso, la música comercial, el paquete vacacional, el gimnasio… todos, diseñados para la felicidad temporal mientas la vida pasa y no deja nada. Y no dejas nada.
Estoy seguro de que cuando dejemos de ver esto como felicidad y lo empecemos a llamar por sus nombres, que son esclavitud, vicio y dependencia, comenzaremos a notar la verdadera belleza del mundo que nos permitirá dar un paso hacia adelante de forma definitiva como trabajadores, amantes y seres sociales.
Cuando era adolescente escuché un concierto de The Doors que me dejó muy impactado. Salió Jim Morrison todo drogado al escenario a gritarle a la gente en la cara que les encanta que les embarren la jeta de mierda, cargar sus cadenas y ser esclavos del corazón.
Muchos años viendo las noticias, reporteando y con vida social, creí que esto era cierto. Pero hoy me queda claro que no.
La humanidad tiene que demostrar que no sólo vive de placeres momentáneos y comodidad. Dejemos ya que la superioridad del hombre se deba a sus acciones y pensamientos inútiles.