Por Néstor Cruz Tijerina*
(Cuando tenía 23 años -y ya voy para 32- vivía en Tijuana y trabajaba para el Zeta; quien no lo conoce: semanario reconocido a nivel mundial por sus temas de narcotráfico, de perdida en ese entonces. Mucho de lo que aprendí ahí me dejó muy marcado en el alma… y en ese tiempo, tratando de que no se me olvidara nada de lo que vi, escribí una crónica novelada que hoy me encontré y leí de corrido: tal cual escribí este capítulo, de un sentón, una madrugada. Confieso que ya se me había olvidado y que me dejó un hueco en el estómago por lo crudo y duro de mi estilo para escribir. Esta sí podría considerarse mi primera novela negra, no la anterior de la que les compartí un fragmento y que metí a un concurso… les dejo la primera de cuatro partes. Es la primera vez que publico algo de este librito que llamé «La Casta»; se los dejo como lectura dominguera porque, aunque sólo es un capítulo de varios, está larguito… y ahora sí seguro de que algún día lo publicaré luego de arreglarle algunas cositas técnicas 🙂
1. Jerry no tuvo más remedio que entrar al cuarto con el cuchillo en la mano, resignado a terminar el trabajo.
Y mientras, Gabriela Santos abría los ojos entre una luz tenue después de un largo sueño, con la sensación de no haber hecho nada; la última imagen que registraba su cerebro era una laguna negra, más apacible que la sopa de hongos fría. El único olor que percibía, su propia sangre coagulada.
El tufo le recordaba los tiempos en que, de la mano de papá, recorría una y otra vez el Mercado Negro del puerto en que nació, donde pescados y mariscos formaban una gran sala-morgue en exhibición. Cabezas, aletas, miembros diseccionados y mucha sangre, provocaban ese viejo hedor, viajante del tiempo.
En ese entonces, junto a papá joven y lleno de vida, Gabriela sentía felicidad y protección. Nada podía tocarla para hacerle daño. Los vicios humanos incurables de guerra, violencia e intolerancia no eran parte de su escenario.
Papá cumplía bien su función de mostrarle que la vida es rosa. Que los malos son otros, los poseídos o los locos. Pero en ese mundo, laberinto sin centro, ¿quién no enloqueció de necesidad? ¿De amor? ¿De hambre? ¿De esperar?
Faltaban pocos minutos para que el reloj marcara las once de la noche en aquél día de fines de marzo. El frío era huésped que se quedaba más tiempo de lo esperado y provocaba la llamada “piel de gallina” en el cuerpo desnudo de Gabriela, quien se hallaba atada de pies y manos.
Sus pezones color café-barro se encontraban erectos hasta sus límites. Temblaba delatando sus últimas señales de vida como la conocemos: móvil, cambiante. Consecuente.
Su cuerpo parecía el de un fantasma triste que se quedó arrinconado en una orilla del cuarto donde se lamentaba. Su apreciación ya no la medía en horas, días o semanas. Era el tiempo de los sentidos.
Ella sólo reconocía el hambre, los sonidos de la persona que estaba afuera de las paredes, la luz de la mañana, la lobreguez de la noche, la dureza del suelo y a Jerry, su carcelero y verdugo que terminó con todo lo que una vez fue suyo.
Por esa necesidad que tenemos los humanos de querer saber el tiempo en que vivimos, aunque siempre olvidemos nuestro contexto histórico, Gabriela invariablemente le preguntaba a su captor: -¿Qué día es hoy?
Y es que luego de veinte días de reclusión, ella se quedó sin dedos para contar. Ni en pies, ni en manos.
Religiosamente, cuando el sol se ubicaba en la misma posición, Jerry entraba a la prisión de la víctima, cada vez más envalentonado y menos piadoso.
Un cuchillo filoso de veinte centímetros aproximadamente, brillante por los rayos reflejados del gran astro, siempre lo acompañaba a la trágica cita.
Jerry apenas alcanzaba los veinticinco años a simple vista. Desde adolescente ya acostumbraba pasar la lengua por su labio inferior repetidamente a cada segundo. Era inevitable sentir asco al ver su baba todo el tiempo en el mentón.
Era pausado en sus movimientos desde la infancia. Tendía a obedecer más a los pocos amigos que tenía que a sus padres. Los rasgos poco agraciados con que nació provocaban aversión en todas las compañeras de escuela y el cuerpo escuálido y de apariencia frágil recordaba a un espantapájaros.
La piel de su cara mostraba lesiones antiguas provocadas por el acné juvenil. El vello áspero y disperso a lo largo de sus mejillas distaba mucho de ser una barba perfecta. Sus ojos hundidos y negruzcos como los de una nutria, se enmarcaban con una sola ceja, gruesa y dispareja.
Sus orejas eran demasiado grandes para su pequeña cabeza redonda que coronaba una cabellera grasosa y descuidada. Su nariz larga y puntiaguda junto a sus dientes afilados que se asomaban por entre los labios, lo hacían parecer un ave carroñera.
Era un muchacho que nació sin la suerte de los bebés que arribaban a una familia de buena posición económica. Él y sus padres formaban parte de los cincuenta millones de pobres, que no pobres diablos, habitantes de su país de cien millones de personas.
-Cincuenta millones de pobres y cincuenta millones de ricos. Vivimos en un país equilibrado-, solía pensar Jerry cuando era niño.
Siguiendo con su posición justa, en educación primaria lo conminó la corriente política de “centro”, porque en clase algún maestro sin aspiraciones, apegado a la orden de su carta descriptiva de la materia de historia, le enseñó que eso se encontraba en medio de los liberales y conservadores, creando algún tipo de “balance”.
-Cómo chingados me voy a convertir en comunista y a poner en contra del gobierno, cuando en Rusia esos tipos mataron a más de cien millones de personas de hambre. ¡No mames!- Pensaba Jerry cuando formaba su personalidad en secundaria, luego de escuchar sus clases de historia mundial.
-Y también, cómo mierda me voy a convertir en neoliberal, si en mi país conviven la persona más rica del mundo y cincuenta millones de pobres. ¡No me chingues!- Complementaba Jerry su idea.
En la casa donde vivía estaba su padre, un burócrata que laboraba diez horas en el Sindicato de Trabajadores de Gobierno haciendo técnicamente nada; a no ser que el chismear de los artistas de moda y verle las nalgas a las compañeras junto a otros viejos anélidos, mereciera pago.
-¿Cómo pretende ese viejo formar en mi a un buen ciudadano, honesto y cívicamente correcto, cuando él está todo el día ausente, si no en el trabajo, en el tráfico de la ciudad, en la televisión, en las deudas de todos los días o en las redes egoístas del nihilismo?- Solía preguntarse Jerry, demostrando que su capacidad de expresión era la de alguien que absorbía el conocimiento con facilidad.
Su mamá podría ser calificada como inocente, ¿pero qué madre de un mutilador de órganos, violador y demente lo es?
La mujer vivía una realidad ajena donde la palabra del hombre era ley, porque con su dinero ínfimo podía, de perdida, darle de comer a su único hijo. Y las sobras, para ella.
La casa de la familia, ubicada en un fraccionamiento que antes de ser tal se encontraba en una zona oficialmente nombrada Reserva Ecológica, fue construida por una empresa transnacional que les vendía cuatro por cuatro metros cuadrados de terreno en una cantidad que sería pagada en treinta años, y con la mitad del salario mensual del papá.
– Debería ser claustrofóbico o morirme de la desesperación por vivir en este huequito, pero quién sabe si alguien más del ghetto no haya tenido esa suerte-, decía Jerry a su mamá.
-Me cae que si alguien más nace en la colonia, esta madre explota-, complementaba el personaje refiriéndose a la sobrepoblación creciente.
Cuando Jerry cumplió quince años, en compañía de Iván Reyes, su mejor amigo en ese entonces, saboreó por primera vez la deliciosa y siempre helada y escarchada cerveza, bebida que hasta ese momento solo había visto en las manos de su padre y en comerciales de televisión, ya fuera en horario infantil, familiar o “golden”, como solían llamar las empresas de comunicación a los horarios donde transmitían telenovelas para marginales, hechas por asesinos de neuronas.
Este líquido, propietario según la tele de los poderes patentados de la masculinidad y aceptación social, acompañaría a Jerry durante toda su vida.
-No soy alcohólico. Yo lo dejo cuando quiera -, solía presumir y consolarse.
Fue precisamente en este círculo de jóvenes bebedores de hidromiel comercial que Jerry tuvo contacto con el género musical que se convertiría en su allegro y adagio, en su principal maestro de la escuela de la vida. El narcocorrido.
No escuchaba esas canciones porque fuera un tonto incapaz de darse cuenta de la simpleza de las letras o porque no tuviera otras opciones, sino porque esta música reflejaba todas esas anécdotas de personas que sumidas en la pobreza alcanzaban el éxito incorporándose al narcotráfico.
Jerry envidiaba a todos esos sujetos que se paseaban en sus opulentas camionetas de lujo ataviados con ropa de marca extranjera e ínfulas de perdona vidas.
– Y yo todo jodido-, pensaba.
Consideraba que las líricas contenidas en cada una de las canciones eran la guía a seguir para paliar y escapar de su vida miserable.
Si no veía a los ricos en vivo, los encontraba grabados y a todo color en la tele, -esa pinche caja de frustraciones-, decía él, donde lo mismo ofrecían créditos bancarios a la mitad pudiente que a la mitad tronada; donde sin discreción la tienda elitista ofertaba caballitos de madera de miles de pesos al pepenador que al alto ejecutivo de la Bolsa de Valores.
En los narcocorridos, Jerry aprendió que:
-Yo nací en la pobreza.
Mis padres le batallaban
pero me hice traficante
y mi suerte mejoraba
esto es cosa de valientes
solo los hombres la traman.
-Tengo cita con la muerte
no sé dónde ni la fecha
porque ando entre puras fieras
seguido la miro cerca
aunque sé que es traicionera
nunca le saco la vuelta.
-Ya maté unos bajadores
que andaban tras de mi pista
cayeron por ser traidores
pues mi escuadra estaba lista
querían el panal entero
les picaron las avispas.
-Mis respetos para aquellos
que limpio andan trabajando
les pido no me critiquen
porque ando en el contrabando
la vida es un juego a todos
las cartas vamos mirando.
-Mi orgullo ser traficante
feliz estoy con mi suerte
no me caen bien los echones
ni presumo de valiente
yo soy derecho no chueco
así seré hasta la muerte.
-Yo me paso en la cantina
disfrutando de placer
ya me tocó esa estrella
ni modo qué le he de hacer
entre pericos y gallos
y a mi lado una mujer.
Sin embargo, y a decir de alguien supersticioso, por su “mala estrella” el joven nunca pudo pasearse en una camioneta del año propia, ni logró tener dinero para aventar al cielo mientras retozaba en una lluvia de billetes verdes con mujeres plásticas y vacías.
Ni siquiera llegó a inspirar a una de esas bandas musicales oportunistas para que le compusieran una canción que hablara de su gran valor y de sus increíbles hazañas cruzando droga por la frontera o balaceando a policías.
Él siempre se quedó siendo, como decía la juventud oprobiosa de la época, un narco “wannabe”; es decir, alguien que quería ser como sus ídolos, infructuosamente.
Empero, como en todo club de fans alguien siempre tiene contacto, aunque sea deshonroso, con su fetiche, Jerry pudo conocer a un narcotraficante de mediano perfil apodado El Tuerto, quien a su vez formaba parte de la organización delictiva que dominaba la zona: los auto nombrados La Casta.
El Tuerto era un tipo muy alto, rapado al cien por ciento de la cabeza, con bigote delineado como ceja tatuada de mujer superficial, que vestía siempre con camisetas alusivas a equipos de básquetbol profesional del poderoso país vecino del norte y usaba pantalones cortos que no lo eran tanto, porque le llegaban justo a la mitad de la pantorrilla, mientras la otra mitad era cubierta por calcetas blancas que le hacían recordar a Jerry a las niñas de la secundaria.
-Nomás le falta la faldita a este buey y sí le daba al puto-, decía en broma Jerry a sus compañeros de borrachera.
-Más bien el buey se parece a los pochos que viven en el otro lado, o a los negros pandilleros que les enseñan a esos güeros que no todo está tan bien en su puto país-, completaba el cómico.
Así que el narcotraficante de mediana escala comenzó a frecuentar el centro de reunión de los jóvenes “no alcohólicos”. Llegaba en su camioneta extraordinaria, esa misma que anunciaban en la tele con una escena entre padre e hijo donde el adulto le decía al menor, orgulloso:
-Toda esa tierra que ves ahí, mijo, hasta el horizonte, es tuya-, apuntaba el sujeto ensombrerado mientras señalaba con su dedo la tierra interminable con dudosas semillas esparcidas.
Y el hijuelo, bien pagado por la empresa automotriz, contestaba con toda la emoción y con todo el brillo en los ojos que el consumismo puede provocar:
-¿Y la Cheyene también, `apá?-
Luego de recordar entre risas torpes la pegadora frase publicitaria inmortalizada por el infante, los “wannabe”, que eran todos los presentes reunidos como en cónclave, recibían al delincuente, quien siempre llegaba con dos medianos paquetes de mariguana y una pistola calibre nueve milímetros enfundada en el pantaloncillo.
-Si ustedes venden toda la hierba, yo les regalo un paquetito de estos, pá ustedes solitos, pá que se hagan hombres a la verga, cabroncitos-, anunciaba el narcotraficante.
Entonces igual a criaturas felices, como si el dueño de una empresa que elabora bolsas de plástico te pagara tu trabajo con el mismo producto, y así de inverosímil, los noveles de clase económica baja convertidos en adictos y en carne de cañón para perpetrar la venta ilegal de drogas, agarraban pequeñas cantidades de mariguana: se la metían en las bolsas de los pantalones y corrían a las calles en busca de adictos, o de nuevo mercado.
Por su elevado nivel de ventas entre vagabundos y prostitutas, Jerry ágilmente se fue ganando la simpatía de El Tuerto, quien además de darle dosis elevadas de droga, le empezó a pagar pequeñas cantidades de dinero, que en verdad sólo servían para comprar más cerveza para él y sus compañeros de borrachera, en un extraño gesto de solidaridad.
Cuando ya fumaba demasiados cigarros de mariguana mojada en thinner, Jerry comenzó a perder lo que le quedaba de coherencia y de interés por el estudio, a pesar de haberse caracterizado por destacar en todos sus años escolares.
Por recomendación de El Tuerto, entró en la nada honrosa actividad de robar carteras y bolsas de gente que vivía en su barrio, que por lo general, no contaban con más dinero que el que llevaban en ese momento quizá para comprar cerveza, los más, o galones de leche para sus diez hijos, los menos.
Era la sociedad de los vicios necesarios para preservar el orden establecido. Y Jerry era el asaltante de los sueños efímeros.
Pasaron muchos años y la apariencia de Jerry se volvía más escuálida y anacrónica. Más y más lejana de esa imagen del mafioso regordete, chapeado y enjoyado que tenía en mente.
La cerveza y la droga, esta última ya no sólo mariguana adulterada, fue acompañada por heroína, cristal y cemento líquido. De vez en vez, cuando El Tuerto estaba de buenas, lo llevaba a un rancho enorme, ubicado a cinco kilómetros fuera de la ciudad, donde desfilaban camionetas iguales a las del espejismo y hombres y mujeres como los de la ilusión.
En ese lugar nunca pudo saludar a nadie, ni siquiera ver a los ojos a ninguno de los presentes. Lo tenía prohibido. En cambio, El Tuerto lo llevaba a una habitación enorme, donde pendían de ganchos muñecos de trapo disfrazados de soldados.
-¡Dispárale a esos verdes hijos de perra!- Ordenaba el narco, entre sonrisas y demostraciones de odio propias de un niño de cinco años que detesta bañarse.
Entonces Jerry ya no se reconocía a sí mismo con la pistola nueve milímetros en la mano. Resentido, ora por su pobreza, ora por su estado físico deplorable, ora porque odiaba a todo el mundo y a todos los que lo habitaban, llenaba de agujeros al inocente muñeco, que parecía deshilacharse como la esperanza de Jerry en Dios o en cualquier entidad mágica.
-Esto se siente a toda madre. Pinches pelones, ¡los vamos a matar a todos a la verga!- Decía Jerry quizá para sentirse incluido en algo importante por primera vez en su vida.
-Todo a su tiempo, morro. Ya verás que un día a lo mejor te ocupamos, y entonces sí agárrate, porque sentirás lo que es bailar con el diablo en las noches-, contestó El Tuerto, creando más ansiedad en el joven.
-La gente tiene que morirse a la verga de alguna manera-, agregó El Tuerto. -Finalmente, les estamos haciendo un paro por darles más rápido el pase al paraíso, pero la mayoría de los culeros se van al infierno por meterse en nuestro negocio. Tú nunca sientas miedo, mijo, que Dios está de nuestro lado. Nosotros estamos bien con Él, porque Él siempre perdona todo. Nomás hay que orarle mucho y prenderle veladoras-.
Las palabras del narcotraficante confirmaban lo que siempre pasa: Dios, como entidad que cambia de nombre según la región, es inocente de las millones de muertes en su nombre a lo largo de la historia. Los badulaques siempre han sido los hombres, creadores de la imagen por miedo a lo que sigue después de la muerte.
Un buen día de principios de marzo, la plegaria de Jerry se hizo realidad. Por medio de comunicación celular, El Tuerto le avisó que tenía un “jale” muy importante para él. Que de cubrir bien la empresa, podría enterarse más de cómo funcionaba el negocio y que, incluso, podría hacerse de más dinero.
Sin pensarlo dos veces, se dirigió utilizando el transporte público a una casa muy lujosa, ubicada en una colonia proporcionalmente opulenta. Era una construcción muy extravagante, planeada por alguien con mucho dinero pero con pésimo sentido de la estética.
Se alcanzaban a distinguir cuatro pisos en la fachada. Tenía formas triangulares que simulaban una iglesia; de hecho, en la parte más alta podía distinguirse una cúpula, como castillo de la época del renacimiento, mezclada con un toque gótico.
-Qué complejo está el pinche concepto, la neta-, pensaba Jerry mientras recordaba sus lecciones de apreciación artística de la escuela
Sin embargo, las rejas en cada una de las ventanas rompían con la imagen culta.
-Todos sabemos que en ese tiempo de arte clásico el robo a casa habitación no era lo que es hoy en día-, seguía Jerry diciéndose a sí mismo.
Lo que no sabía el joven es que las rejas no servían en ese caso como medida preventiva contra la delincuencia, sino para evitar que las personas secuestradas en su interior pudieran escapar.
Jerry tocó la campana de estilo barroco de la vivienda, que se encontraba junto a la gran puerta principal de mármol grabado con imágenes de gárgolas, cual iglesia medieval. El arquitecto en un afán desesperado y que comparten muchos millonarios en sus casas, quería demostrar una educación inexistente de los propietarios.
Abrió la puerta El Tuerto en persona, quien ya antes advirtió la presencia inquieta de Jerry desde una ventana.
-Este es el morro que se va a quedar con la vieja ésta. Ya vámonos, ¿o quieren despedirse de ella?- Dijo el narcotraficante a las personas que lo acompañaban en la sala.
-Simón, a huevo, está bien buena la puta esa-, contestaron casi en coro los demás delincuentes.
-No, no mamen, tenemos que irnos ya o el Gastélum se va a enchilar. Mejor dejémosle la primera a este morro novato, se la merece, se ha portado muy bien. Aparte, nosotros podemos regresar cuando queramos. Así que vámonos-, estableció El Tuerto a sus colegas.
Jerry fumó completo un cigarro de mariguana y después entró por primera vez al cuarto de Gabriela. Superada una puerta blanca de madera delgada, él pudo observar entre sombras un cuerpo encogido y sollozante en medio de un vacío que contrastaba con la abundancia de muebles en todo el resto de la casa.
Jerry enjuagaba su labio inferior con más velocidad de lo normal. Frente a él, tenía a una mujer vendada de los ojos, amarrada de pies y manos con mecate para tendedero, con la cara hinchada por tanto golpe previo, pero de una hermosura que solo antes observó en la televisión, cuando veía las novelas de mamá.
El pelo de ella era largo, debía llegar a su cintura. Rizado como muchas mujeres pretenden con horas desperdiciadas en salones de “belleza”. Negro tan profundo como después descubriría que tiene los ojos.
Su abdomen era plano, parecía que hacía mucho ejercicio pero lo cierto es que siempre lo tuvo así, por más pan y frituras que comiera. Sus brazos desnudos empataban con la silueta deportiva: firmes y proporcionados.
El dibujo de sus piernas trazaba una bella figura enfundada en un pantalón blanco, sucio y ajustado. En la entrepierna de Gabriela se vislumbraba una mancha amarilla y desparramada que contrastaba con lo claro de la prenda. Eran orines expulsados gracias a sabrá Dios cuánto tiempo de encierro, sin ninguno de sus derechos fundamentales como lo es ir al baño.
Jerry la observaba con deseo, recorriéndola con la mirada una y otra vez. Recordando quizá que solamente tuvo una oportunidad de recibir los afectos de una mujer, la noche que utilizó el dinero ganado por la venta de droga en una prostituta barata. Una de esas mujeres migrantes de tierras aun más pobres que llegaban a zona fronteriza esperando cruzar al país poderoso, luego de ahorrar para pagarle a un traficante profesional de indocumentados.
Entonces se acercó.
-¿Quién eres?- Cuestionó con voz temblorosa pero fuerte Gabriela.
-Voy a ser tu novio, el que te acompañará aquí mucho tiempo. Más te vale que nos llevemos bien y que seas cariñosa. Nadie afuera te está buscando, y nadie más nos oye-, contestó Jerry.
-¡Claro que sí me están buscando animal! Yo estoy segura que mi papá y mi familia me buscan en este momento. Todavía estás a tiempo de soltarme, no seas tonto y hazlo. Además, no sé para qué chingados me tienen aquí. Nosotros no tenemos dinero. Trabajamos honradamente con una tiendita, yo soy secretaria del gobierno. ¡Qué, están imbéciles o qué!
-A mí me vale mierda lo que hagas. Es más, no me interesa por qué carajos estás aquí. Pero si aquí estás, así de amarradita y madreada, de seguro hiciste enojar a uno de mis compas. Así que te va a cargar la monda, ¿ves? ¡Ya cállate!
Entonces Jerry se lanzó sobre ella, como si le debiera dinero y la odiara. La empujaba, le desgarraba la ropa. La aventaba contra la pared con mucha violencia.
Jerry estaba asustado también, se notaba en sus ojos rojos que parecían llenos de electricidad. Ella no paraba de llorar y maldecirlo y soltar golpes que solo lastimaban al aire.
En un arranque de coraje, Jerry cerró su puño derecho y descargó un golpe contundente en la cabeza de Gabriela, que la dejó inconsciente y sangrante. Pero aun respiraba, como delataba esperanzadoramente su panza con movimientos hacia adentro y afuera.
-Así mamacita, así es como me gustas-, dijo Jerry entre jadeos.
Como necrófilo, comenzó a tocar el cuerpo inerte de Gabriela, todavía sudado por la lucha. En un arrebato de amor y locura, que en este caso iban de la mano, hermanos siameses en su mundo de locos, la abrazó y apretó contra su pecho.
Le dijo, eufórico por la cannabis, palabras de amor que nunca escuchó en vivo, solo en la tele, donde los protagonistas se querían sin importar su ética:
-Te amo. Gracias por estar aquí conmigo. Yo te protegeré y te voy a querer siempre. No me dejes. Me muero de amor por ti.
Gabriela entonces recobró el conocimiento, como saliendo debajo del agua luego de muchos minutos sin respirar, tomando una profunda bocanada de aire.
-¡Suéltame asqueroso!- Replicó mientas escupía con todas sus fuerzas en donde escuchaba que debía de estar la cara de Jerry.
Colérico, el captor tomó la mano izquierda de Gabriela y la empujó con todas sus fuerzas hacia arriba, hasta que se escuchó un dramático tronido de hueso acompañado por gritos de dolor que recordaban la época del holocausto, o de las salas creativas de la Santa Inquisición.
-¡Ya ves lo que provocaste, maldita puta! Yo quería que fuéramos felices, que te dejaras querer. Tú no sabes lo que yo puedo darte, lo que haría por ti-, señaló Jerry cada vez más distante de la realidad, tan sencilla como que tenía privada de su libertad a una mujer desconocida, y sin saber cómo fue que llegó a esa situación. Él sólo entendía que le gustaba, y ahora, hasta la amaba.
-¡Ahorita vas a ver hija de tu verga madre!- Amenazó Jerry mientras salía del cuarto a paso veloz, lamiendo su labio inferior tan fuerte y ruidosamente, que hasta Gabriela podía notarlo en medio del llanto pertinaz.
Cuando el joven resentido volvió en su mano cargaba el único cuchillo que encontró en casa.
Le dijo: -A ver, préstame tu mano. Vamos a ponernos parejos-, como si ella le debiera algo por negarle su amor en tan injusta situación.
Entonces con un movimiento rápido y preciso, Jerry se apropió de su mano lastimada, la izquierda. Separó sus dedos sin reparar en cuidados, razón por la que le rompió el anular, dejando el índice un poco separado, apenas para colocar el cuchillo firme sobre él para después hundirlo con todas sus fuerzas, hasta que la mitad mutilada salió volando en medio de gritos cada vez más desesperados.
Jerry se alejó unos pasos atrás, envuelto aun en el manto de locura, en la explosión de coraje y frustración, en la cúspide de su maldad hasta ese momento.
Notó que Gabriela poco a poco empezaba a desvanecerse, quizá por la pérdida de sangre o por el cansancio de tanto dolor y de tanto llorar. Segundos después, ya estaba en el suelo luego de una caída torpe y dolorosa de haber estado consciente.
Se desplomó boca abajo. Lo primero que vio Jerry fueron sus muslos perfectos, que sintonizaban exactos con el nuevo silencio arrullador. Entonces, caminó despacio hacia ella nuevamente, como quien encuentra el Santo Grial, y se hincó, fielmente.
Sus manos ya no eran las de alguien tierno y enamorado, sino las de un animal exacerbado y con deseo compulsivo por reproducirse. La tocaba y le apretaba las nalgas una y otra vez, como si ganara algo más que su erección con eso.
Aun con la boca en dirección al suelo, le desabrochó el pantalón y batallando la dejó desnuda de la cintura para abajo. Sacó su miembro hosco con ansiedad y quiso penetrarla, pero fallaba una y otra vez porque, obviamente, Gabriela no estaba lubricada.
Se desesperó y la penetró por medio de la fuerza, acción que le dejó muchísimo dolor y sangre provocada por la rozadura. La copuló torpemente, como quien quiere jugar con un perrito muerto luego de ser atropellado, para terminar eyaculando sobre el cuerpo inerte muy pronto.
Pasaron alrededor de cinco horas y Gabriela despertó con los ojos libres. Lo primero que observó fue su desnudez total, aun amarrada de pies y manos. Y precisamente sobre su mano izquierda, pudo sentir un vendaje hechizo y un ardor inclemente.
Si una vez alguien trató de mover la pierna de otra persona con su mente, sabrá lo que sintió Gabriela al pretender poner en acción a su dedo cortado. Casi al instante del fracaso, comenzó a llorar de nuevo, pero ya no eran lágrimas histéricas, sino de resignación, como quien solloza con mesura por la muerte de alguien querido.
Su sexo estaba lleno de pequeñas cortadas en el interior de sus labios, igual a várices explotadas.
-¿Por qué me pasó esto a mí, si soy alguien normal?- Cuestionó Gabriela, sin darse cuenta de que probablemente esa situación, donde los inocentes pagan como pecadores, se estaba volviendo una nueva definición de normalidad. Y de perdida así parecía que lo veían todos los ciudadanos, desde su tele o sus periódicos mercantiles, cada día.
Sin embargo, Gabriela tenía razón. Ella no le hacía daño a nadie.
Cada mañana, a las seis con quince minutos, despertaba por culpa de una alarma de reloj viejo, que antes perteneció a su madre, muerta recientemente porque su religión no le permitió realizarse una transfusión sanguínea y tenía anemia severa.
-Esas cosas de la ciencia son del diablo-, sentenció el pastor en aquel entonces. Y la madre de Gabriela no pudo sobrevivir más de un día sin sangre, así como la iglesia no podía existir sin la caridad de los fieles.
El padre de familia no pudo hacer nada por ayudarla. Era su voluntad “quedar en las manos de Dios”. Y así fue.
Gabriela guardaba cierto resentimiento contra el grupo religioso, sin embargo ¿cómo se puede ser crítico de algo si, desde la primera infancia, que es cuando la mente es como una esponja que asume todo lo que el adulto le dice, te enseñan que para ser buen creyente lo primero que debes hacer es dejar de cuestionar?
La muerte de mamá cayó como balde de agua fría sobre los integrantes de la familia, aunque después sirvió de fuerza de cohesión para que la joven se volviera inseparable e incondicional de su padre y hermanos.
Ella desayunaba puntualmente a las siete y media de la mañana acompañada de su papá, ya que sus hermanos vivían con sus respectivas familias. Después del siempre delicioso alimento Gabriela se dirigía al trabajo en su carro viejo importado.
-Cómo hay carros importados igualitos al mío. No cabe duda que nos estamos convirtiendo en el bote de basura de los güeros-, decía Gabriela a su papá, en una de tantas pláticas profundas que solían sostener en el almuerzo.
Cuando llegaba a su oficina, Gabriela saludaba cada mañana a un viejo amable y familiar que solo Dios sabe de dónde tenía ánimos para sonreír todos los días, porque vivir con las pocas monedas que le daban por caridad los trabajadores de gobierno por “cuidarles” su carro en el estacionamiento, no daba para tanto.
-Dios te bendiga, hija linda-, era el saludo que recibía todas las mañanas por parte del anciano.
El edificio del gobierno era blanco e imponente. Usaba el color de la transparencia para dar la impresión de que los funcionarios eran así en su forma de conducirse. Y lo grande del inmueble, no podría demostrar otra cosa que cuando hay dinero, hasta un castillo puede construirse. Nada de casitas cuatro por cuatro.
Adentro del edificio, la misma imagen se repetía todos los días:
Filas enormes en la Secretaría del Trabajo, porque las empresas transnacionales cada vez pedían más horas de labor y pagaban menos; filas monumentales en la Secretaría de Finanzas para costear los nuevos impuestos, que prometían cobrar más a las grandes corporaciones pero que, como siempre, por no leer los párrafos en letras pequeñas de la ley, terminaron fregando a los más pobres; filas inmensas en la Secretaría de la Familia, porque cada vez más los maridos adictos a alguna droga golpeaban a sus mujeres e hijos, en el mejor de los casos, y en el peor los prostituían.
-Estas desgracias ya se están volviendo algo normal-, interiorizaba Gabriela mientras pasaba casi corriendo junto a ellos, con la cabeza hacia abajo como esperando no mirar a los ojos a nadie.
Su oficina era la de la Secretaría de Obras Públicas. Una de las más grandes por la cantidad de empleados de confianza y burócratas. Y también la de mayor presupuesto público; huelga decir que el ochenta por ciento se iba en pura nómina.
En su cubículo Gabriela estaba acompañada por tres personas:
Rosa María Casas, una muchacha casi tan guapa como nuestra protagonista, aunque ella contaba más con las miradas lascivas de sus compañeros por su ajustada y corta forma de vestir. Se rumoraba que tenía encuentros sexuales con el mismísimo Secretario, casado y de abolengo político, pero eso a nadie le constaba.
En la oficina también estaba Javier González, un joven paliducho que usaba un corte de pelo tipo militar. Su única gracia era formar parte de una familia de adoradores del partido político oficial. Decimos que era su única cualidad porque cuando apenas terminó la educación básica, se encerró en el cuarto propio de casa durante muchos años, tomando antidepresivos y dedicándose al onanismo la mayor parte del tiempo. Nunca fue al siquiatra porque sus padres decidieron dejarlo también en manos de Dios.
Y llenando ese reducido espacio estaba Scarlet García, una joven universitaria de veinte años que se encontraba ahí realizando sus prácticas profesionales de la escuela. Ella generalmente se la pasaba gran parte del turno hablando por su aparato de comunicación celular, planeando siempre lo que haría el fin de semana, que para no variar era ir a las tres mismas discotecas que se encontraban ubicadas en un radio de cincuenta metros del centro de la ciudad.
-No mames güey, ya viste que la piruja de la Dinora se anda chingando al Pelochain. O sea, no mames, si ese guey es un pinche naco tumbá-o del burro, pero está bien sabroso el puto. De todos modos, le voy a decir que no lo invite al antro porque si no imagínate, qué pinche oso guey, o sea…- Eran las conversaciones que se escuchaban con normalidad en el centro de trabajo.
Así que podríamos decir que Gabriela era la única que no tenía “cola que le pisen”. Su desliz, aunque en realidad era lo que las mayorías hacían en la Secretaría, el gobierno y en casi todo el mundo, era que se pasaba las ocho horas de atención al público escribiéndose con otras personas a través de la computadora.
Sí, eso que se llamaba “chatear” (para no variar un anglicismo más en el lenguaje) era pan nuestro de cada día. Se usaba para conocer gente de dudosa moral ya que generalmente la mayoría de los encuentros entre gente desconocida era para tener sexo, para hablar con los familiares descuidados en casa o para, absurdamente, platicar con la persona que tenías a tu lado.
Gabriela lo usaba normalmente para las tres cosas a la vez: para ligar con un joven de país caribeño, para hablar con papá y ver cómo estaba y qué se le ofrecía, y para reírse con la muchacha de las “prácticas profesionales” de Rosa María, que cada día se veía más chistosa con esas blusas que mostraban el ombligo y lo desparramado de su panza cervecera.
-Ia BiStEz KoMo C lE v La LoNjA a EzA zErDa… O zEa, K oZo. Yo No C k Le BeN tOdOz EzOz KlIeNtEz lUsErS d EzTe AnTrO vArAtO-, escribía con increíble fluidez la joven practicante de la Facultad de Comunicación y Mercadotecnia a Gabriela usando el mensajero electrónico
Como en realidad hablar con tres personas a la vez y aparte contestar el teléfono para atender las quejas por malas obras de la dependencia era muy complicado, Gabriela a todo mundo acostumbraba darle “el avión”; es decir, no ponía atención a ninguna de sus pláticas y actividades.
Gabriela pensó alguna ocasión seriamente renunciar a la interacción por ordenador, ya que años atrás conoció a un muchacho que utilizaba un programa de computación para manipular su imagen y gustarle más a las mujeres.
Cuando lo conoció en persona, se preguntaba cómo fue que aparecieron de un día para otro tantos furúnculos en su cara, y cómo era posible que se viera un poco más gordo que en los retratos.
Sin embargo, en esa cita accedió a tener con el timador sexo ocasional. Solo Dios sabe cuáles son las necesidades de una mujer que supera los treinta años y no ha anidado, a pesar de su belleza ya descrita en peores circunstancias.
Su soledad podría justificarse, en un mundo machista, con que a ella nunca le gustó que le invitaran ninguna comida o entrada al cine, o le hicieran regalos, o le pagaran viajes. Simplemente nunca quiso mostrar ninguna señal de debilidad ante el titulado sexo fuerte.
El defraudador en ese momento le juró que la amaba, poniendo en su cara la misma expresión de sinceridad loca de Jerry. Pero como solía suceder con los hombres de esa actualidad, después de saquear y quemar la aldea, se iban a seguir con lo mismo a otro lado.
Consciente de que con el actual pretendiente caribeño le podría pasar lo mismo, Gabriela se conducía con mayor cautela. Aunque no tenía que ser muy sabia para darse cuenta por los gustos musicales del joven mulato que las mujeres, en su criterio, eran simples objetos para “perrear” o para “darles duro”. Así eran las preferencias artísticas de la mayoría de los hombres que poblaban preciosas tierras de arena blanca.
Por su parte, la Secretaría de Obras Públicas en que trabajaba Gabriela era la que albergaba a la mayor parte de los corruptos de la administración municipal.
Todos los días ella observaba a sus superiores destinar dinero de obra pública para satisfacer caprichos personales, como la construcción de canchas de su deporte favorito; o con qué facilidad se llevaban a casas propias herramientas destinadas a trabajo comunitario; o la súper agilidad matemática que tenían para restarle al presupuesto y sumar a sus cuentas bancarias.
Algún activista pensaría que Gabriela no era inocente por saber todo esto y no denunciarlos, sin embargo ¿cómo se puede denunciar a la autoridad ante la misma autoridad? ¿Y cómo se puede acusar ante otras instancias cuando todas eran emanadas del mismo partido oficial? ¿Cómo se puede arriesgar el empleo en este país de la mitad miserable? ¿Cómo una simple mujer, como solía llamarse a sí misma, va a cambiar un mundo repleto de ciudadanos en descomposición latente?
Gabriela acostumbraba ser pesimista respecto al futuro. Muy en el fondo, aunque no lo decía abiertamente, no quería tener hijos para no traerlos a esa sociedad condenada.
Todo este análisis de su vida pareciera intrascendente en el momento en que se encuentra: desnuda, mutilada y violada. Y si a eso le agregamos el hambre, peor no podía ser el porvenir.
En ese momento desdichado, Jerry abrió la puerta del cuarto, que apenas guardaba en su interior una luz muy tenue que reflejaba algunos rayos prófugos del sol.
Una luz cegadora invadió el cuarto. Gabriela percibió entre sueños ese destello que le hizo recordar aquellas historias que cuentan las personas resucitadas en la plancha de un quirófano, en donde dicen haber visto un fulgor imponente al final de un túnel. Por un momento pensó que estaba muerta.
Cuando pudo abrir un poco más los ojos, descubrió una silueta esquelética que en nada asemejaba a San Pedro en las puertas del cielo. Gabriela no supo si gritar o esperar paciente a que le dijera “estás libre”. Optó por quedarse callada.
-Te traje de comer-, dijo Jerry en un español muy confuso por la velocidad de las palabras, aunque sonaba a la voz de alguien que quisiera pedir perdón por algún mal de antaño.
-¡Imbécil, estúpido, qué me hiciste!… ¡Tú eres el maldito que me cortó el dedo y que me hizo estas marranadas!- Y entonces Gabriela empezó a gritar desesperada pidiendo ayuda, pero nadie estaba cerca para auxiliar.
Como si le hubiera vuelto a romper el corazón y sintiendo una ira que iba in crescendo, Jerry le aventó el plato de arroz con frijoles que él mismo preparó en la cocina de la casa. Le dio en las piernas, e inmediatamente la zona del golpe comenzó a hincharse y a ponerse morada, mientras unas pequeñas gotas de sangre se asomaban muy despacio.
-Qué malagradecida eres, me cae. Creo que vamos a tener que enseñarte de nuevo una lección a la verga, ¡hasta que aprendas que nadie en el mundo te va a cuidar y querer como yo!.. Ya verás.
Esta vez Gabriela, con los ojos funcionando, pudo observar la manera maligna en que el insano se acercaba a ella y pudo apreciar de cerca cuál era su aspecto físico.
Cuando lo distinguió, sintió muchísimo asco. Se trababa de un muchacho más joven que ella, aunque no podría asegurarlo porque tenía toda la finta de drogadicto, de enfermo: exageradamente flaco, como si alguien con un popote mágico le hubiera absorbido la vida de la cara. Además lleno de ojeras y con los ojos púrpuras que delataban su vicio.
Gabriela lo percibió como a cualquiera de los cientos de mendigos que estiraban la mano pidiendo dinero a cambio de salvación divina. Su cuerpo parecía un perchero debajo de la ropa holgada que vestía. El pelo lo tenía grasoso y planchado, como si se acabara de quitar una gorra luego de muchos días.
Jerry de nuevo se abalanzó sobre ella, pero esta vez no forcejeó mucho. Observó que en el suelo estaban los restos del plato de porcelana donde antes había comida, filosos, y tuvo la idea de repetir la brutalidad de horas antes.
Agarró el pedazo más grande y puntiagudo que encontró y le dijo -dormidita te ves más bonita-. Entonces la agarró a patadas en la cabeza sin temor a matarla. Al final no le importaba si estuviera viva o muerta, de todas maneras concretaría su deforme idea de abusar de ella.
Escogió al dedo meñique, esta vez de la mano aun completa, y serruchó sobre él con el pedazo de bandeja vigorosamente, hasta verlo desprendido mientras Gabriela comenzaba a convulsionarse, no se sabe si por el dolor de la pérdida del miembro o por los golpes en la cabeza.
El cuerpo de la víctima parecía sin dueño, saltando anárquicamente hacia cualquier dirección, pero aun en el suelo. Jerry estaba confundido, así que decidió esperar la muerte de la joven, pero ésta nunca llegó.
Más bien, el cuerpo móvil comenzó a calmarse y a tener menos convulsiones cada vez, hasta dar la sensación de terminar como una carcacha apagada.
Entonces Jerry pensó que el cuerpo femenino se encontraba dispuesto de nuevo para el “amor”, pero inmediatamente percibió un olor fuerte a excremento. En su desorden, Gabriela defecó líquido y abundante. Solo eso la salvó de una nueva violación.
Cada día se repetía el maldito ritual. Gritos de desprecio de Gabriela, o hasta una simple mirada con señales de odio, provocaban en Jerry hervor de su sangre. Por ese motivo todos los días, y a la misma hora, intoxicado, mutilaba una parte de su cuerpo.
Cuando Jerry terminó con los veinte dedos de la joven, ésta ya no parecía más un ser humano. Más bien, era como una flor gris deshojada, objetiva, pero sin vida palpable; encogida del cuerpo y de lo que dicen que es el alma.
Un oscuro día de mediados de marzo, cuando todavía le quedaban dos dedos en el pié derecho, los últimos, formuló a Jerry la pregunta que no había podido realizar debido a que el captor cada vez estaba menos dispuesto a hablar. Él llegaba con su pose de autoridad e inmediatamente comenzaba a violarla y después la mutilación, o al revés, dependiendo de su ánimo.
-¿Dónde está Cinthia?
-Muerta-, respondió tajante Jerry.
Cinthia era la mejor amiga de Gabriela. Se conocían desde la niñez porque eran vecinas. Ella era una pequeña regordeta. Amaba los dulces y los bombones.
Ambas pequeñas acostumbraban jugar separadas de los demás niños de la calle donde vivían. De hecho, ellas tenían un lugar especial al que acudían para tener privacidad en sus actividades.
A los ocho años, las dos fantaseaban con que eran mamás de todos sus muñecos, generalmente bebés de plástico que, en un arrebato tecnológico, babeaban, hablaban, comían, gateaban y hasta evacuaban.
Ellas formulaban siempre, palabras más o menos, las preguntas más profundas de la naturaleza humana:
-¿Por qué será que los hombres siempre están jugando a la guerra? ¿Por qué no les gustará la idea de formar una familia con amor y vivir en paz?”
Gabriela y Cinthia en verdad se querían y respetaban. Sus juegos infantiles, además del ya mencionado, siempre eran tristes reflejos de lo que la sociedad ordenaba: Ir de compras, hacer la comida, manipular a la pareja usando el “sex appeal” y jugar a ser cretinas “chiqueadas” con los papás.
Pero todas estas lecciones inútiles de la vida las aprendieron muy bien de la nueva caja de pandora. En su programación de medio día, la televisión mostraba, a través de caricaturas de bajo presupuesto económico e intelectual, cómo debería de ser una mujer “fashion” y siempre moderna en sus accesorios.
Y en los comerciales, el medio de comunicación ordenaba a los infantes pedir a sus padres que les regalaran el juguete nuevo, recalcando siempre que, si te quieren, te lo comprarán. Todo un símbolo de los tiempos.
Como nunca antes, ser mujer se estaba convirtiendo en una de las anatemas más peligrosas. Y las amigas bien lo constataron desde temprana edad.
La primera lección inculcada, curiosamente, por sus propias mamás, fue que su función en la vida sería atender como rey al hombre. Tenían que estar siempre guapas, con la comida lista y a todas horas dispuestas al sexo.
Empero, las “responsabilidades” de las mujeres cada día eran más complicadas, porque no importaba cuán ricos fueran preparados los alimentos, cuánto tiempo tardaran en arreglarse el aspecto y lo abiertas de mente que fueran para el himeneo: los hombres en general cada vez eran más violentos, intolerantes, gordos, adictos y enajenados con los deportes que nunca practicaban.
Desde la época de educación secundaria, Cinthia ya se destapaba como la más noviera de las dos. Y quizá la de peores gustos. Su primera pareja fue un adolescente que bien podría encajar en la descripción de El Tuerto.
Este casi niño de cabeza rapada se reunía en pandilla con otros productos del mismo molde. Ellos iban en las noches a rayar paredes con pintura en aerosol letras ininteligibles: insignias que les ayudaban a cubrir su necesidad de tener una identidad.
En el día, luego de salir de la escuela, los mini vándalos se reunían afuera de la casa de uno de ellos y ponían en un radio de baterías, a todo volumen, música de los caribeños y de negros anencefálicos que compartían sus mismos gustos artísticos y de vestir.
Ese tipo de representantes masculinos eran los que prefería Cinthia, con lo cual nunca estuvo de acuerdo Gabriela. Más tarde, Cinthia escogería entre sus parejas a algún delincuente menor, drogadicto o policía, que en todo caso, representaban la misma corriente.
Lo que siempre atrajo a Cinthia de esos hombres es que presumían de “traer muertas” a muchas mujeres. Admiraba que se les hinchara el pecho al hablar de sus múltiples experiencias sexuales y de la gran fortaleza física que tenían, aunque la mayoría de ellos fueran escuálidos o con elefantiasis.
Desde ese tiempo, la narcocultura ya dominaba la idiosincrasia de la mayoría de los jóvenes y de gran parte de los adultos.
Cinthia lo veía con buenos ojos, pero Gabriela no. De hecho, esta diferencia, exaltada por una relación que Cinthia tuvo con un muchacho distribuidor de droga de la preparatoria, provocó que las amigas dejaran de hablarse por periodo de casi un año, hasta que la joven coqueta se dio cuenta de que algún día podría meterse en problemas con la ley o por peleas con la banda rival del novio.
Para ese entonces, Cinthia ya había dejado atrás la mala experiencia de ser una niña obesa. Las reminiscencias de esa condición solamente eran los cachetes en su cara, que daban la grata impresión de que se trababa de una persona sana y feliz. Le ayudaba también su amplia sonrisa.
Sus senos eran dos grandes y firmes promesas, que a todos los hombres hacían jurar. Por este motivo, Cinthia comenzó a fijarse cada vez menos en los simples “wannabe” y postró su atención en jóvenes hijos de grandes empresarios, políticos o narcotraficantes: las únicas tres clases que podían cumplir con el deformado concepto de éxito.
Pero que los nuevos novios tuvieran dinero prestado no significaba que fueran elegantes caballeros. De hecho, ellos parecían sacados de la misma horma: vestidos y de cuerpo similares, pero éstos con carros último modelo y más prepotentes, reaccionarios y racistas.
Gabriela podía vivir bien con la idea de que su amiga tuviera lujos y que se acostara con esos individuos, pero lo que ella esperaba de una pareja era algo más.
Quizá la vaga idea del príncipe azul de los cuentos infantiles aun rondaba por su mente, pero como la realidad marcaba, las mujeres inteligentes de ese mundo eran las que, de hecho, sabían que el consorte mágico no existía.
Aun así, ni Gabriela ni Cinthia podían ser juzgadas por sus usos y costumbres. La mayoría de las mujeres de tal civilización encajaban de alguna u otra manera en ambos estereotipos, con las excepciones de las mujeres que no ponían la dependencia emocional en primer plano, especie en franca extinción.
Y fue precisamente un día, luego de muchos años, en que Gabriela acompañaba a Cinthia a reunirse con un nuevo novio, cuando ocurrió el secuestro.
Ese día infausto de fin se semana, desde temprano Cinthia telefoneó a la amiga para ponerse de acuerdo en el lugar y la hora en que se verían. La voz de Cinthia denotaba ansiedad, como si de esa reunión dependiera algo importante.
Gabriela sabía de antemano que su camarada era arrebatada por naturaleza, pero no dejó de preocuparle el tono de su voz.
-¿Te sientes bien?-, preguntó Gabriela.
-Si buey, no te preocupes.
-¿Estás segura? ¿No tiene nada que ver con lo del otro día?
-No buey, neta, no seas paranoica.
Quedaron de encontrarse en la esquina de la casa de Cinthia. Gabriela pasaría por ella a las cinco de la tarde. El plan era ir a una cafetería para platicar de algo que Cinthia calificó como “importante, pero nada de qué preocuparse”, y de ahí irían a ver al novio, quien también tenía algo que agregar.
Gabriela entonces comió esa tarde con su papá. Platicaron alrededor de una hora. El señor se empeñaba en traer al presente viejas anécdotas infantiles de su hija que lo hicieron tan feliz.
Recordó el día en que Gabriela apareció tras bambalinas, o más bien, de atrás de las cortinas preciosistas que adornaban un gran ventanal redondo que todavía distinguía a su casa de las demás en la colonia.
Entonces la pequeña de cuatro años apareció ante la mirada del padre, previo anuncio simulando trompetas con su pequeña boca.
Usaba unas mallas rojas muy entalladas al mini cuerpo, brillantes quizá por tantas lavadas, o por una moda muerta.
Portaba también un saco adornado de chaquira y lentejuela que la volvían más deslumbrante y hermosa en su inocencia infantil. Bajo éste, vestía una camiseta negra de Black Sabath que pertenecía a Carlos, su hermano menor.nAsimismo, se embarró en la cara cosméticos de su mamá sin reparos estilísticos, que la dejaron como un payasito ciego de circo.
Papá estaba atacado de la risa en esa anécdota. Mamá, siempre representante de la autoridad en casa, gritaba y gritaba regaños mientras correteaba a la pequeña duende por la amplia sala.
Esa imagen parecía muy cercana, tanto, que hizo reír a padre e hija durante gran parte de la hora que duró la última comida antes del secuestro.
El señor, con los bríos del día renovados por tan vívido recuerdo, la besó de un bofetón y la vio subir corriendo al baño del segundo piso, lugar donde se cepillaría los dientes para salir, no sin antes decidir que le combinaba mejor un pantalón blanco que el azul mezclilla que ya traía puesto.
El progenitor salió a la puerta y la despidió con un beso tirado de la boca y de la mano al mundo, con la esperanza de quien sabe que pronto se volverán a encontrar.
-¿Qué magia es esa que siempre hace a los padres preocuparse por sus hijos cuando los ven salir de casa? ¿Sabremos que el mundo es malo? Y si fuera bueno, ¿lo seguiríamos haciendo?- Meditaba el pariente amoroso.
Gabriela entonces se enfiló a casa de Cinthia. El tráfico de la ciudad era espantoso y las calles hacían ver a los carros como si fueran hormigas que van a una dirección donde hay desperdicios, y por el otro carril vinieran ya los insectos con el producto, veloces y egoístas.
Los anuncios de los enormes espectaculares que adornaban y distraían en los rascacielos, contenían mensajes de promoción del alcoholismo, utilizando exuberantes mujeres que ponían cara de “quiero sexo ya y quiero x cerveza”; los demás usaban mujeres del mismo estilo u hombres como ya casi no se veían, llenos de músculos, o bien, de tez blanca y pelo rubio, pero éstos no aparecían entre los ciudadanos porque tenían raíces nórdicas, y estábamos en el “tercer mundo”.
En la calle todos eran, como en el tráfico, ensimismados y poco amables. Aunque por las banquetas la gente se rozaba mientras caminaba, jamás se saludaban, ni creaban vínculos. La convivencia de esta sociedad estaba delimitada a la consanguineidad o a la coincidencia de laborar en la misma fábrica, oficina o trabajo en exteriores.
Ese día el mundo le parecía más apartado a Gabriela. En una esquina, dos hombres automovilistas se peleaban a golpes tímidos mientras sus respectivas esposas y con hijos en brazos gritaban vehementes tratando de calmarlos.
Avanzar en el carro por las calles de la ciudad era para Gabriela como estar ante una película de arte extranjera y sin subtítulos.
-No entiendo cómo la gente puede viajar en transporte público manejado por choferes que tienen cientos de quejas por conducir en estado de ebriedad. ¿Por qué se exponen en esos camiones llenos de fallas mecánicas?- Pensaba Gabriela, quien siempre tuvo el privilegio de viajar en carro propio o en el de papá.
Contrastando, kilómetros más adelante el carro de Gabriela pasó junto a la zona privilegiada de la ciudad. La imagen era otra: edificios cristalinos, centros comerciales grandes y llenos de tiendas extranjeras que vendían todo más caro, piezas arquitectónicas célebres desconocidas por los millonarios adornando los camellones, gente caminando con perros raros y ratoniles en los brazos, entre otras tantas excentricidades.
Los habitantes de ahí daban la impresión de vivir en un cascarón, con sus carros blindados, sus casas enrejadas y sus seguros contra robos. Desde el punto de vista moral tampoco se salvaban: ellos pasaban junto a mendigos, pobres y menos pobres sin la menor preocupación por las grandes diferencias.
“La pobreza es el castigo que la ineficiencia merece”, solían pensar los opulentos, sin mirar hacia adentro de sus historias y de cómo la mayoría de las veces, el caviar con berro que comían era a costa del ayuno de la gente que trabajaba para ellos.
De repente se abrió un poco el tráfico y Gabriela se sintió fluir mejor entre las calles. Ya no estaba en la zona centro, sino en la periferia, lugar donde las grandes transnacionales explotaban el gas de su pueblo. Y la electricidad. Y los mantos acuíferos. Y el petróleo.
En la mayoría de estas grandes fábricas brotaba de sus chimeneas gigantes humo más oscuro que una estrella muerta.
-Good bye, blue sky, good bye blue sky, good bye-, cantaba con resignación una vieja melodía, recordando los tiempos en que le preocupaba la ecología un poco más que la economía.
Respecto al tema de la calidad del aire, Gabriela recordó que días atrás observó en los periódicos y en la televisión la alarmante noticia:
“Por el nivel de contaminación, se corre el riesgo de que el sumo pontífice -de la religión mayoritaria- no visitará la ciudad para un evento recaudatorio”.
Por tal motivo, las autoridades, siempre fieles, decidieron que durante una semana no circularían el noventa por ciento de los vehículos y que las grandes industrias cesarían actividades durante un día, porque “podrían quedarse pobres y quebrar y dejar a la mitad de la población desempleada”.
-Qué mierda-, pensó Gabriela.
-Es más importante que venga ese viejo y se contamine sólo un día, que nosotros lo hagamos durante toda nuestra vida-, reflexionó a propósito de que guardaba cierto resentimiento contra la iglesia oficial.
Pasado el trago amargo, vislumbró la curva que remataba en la calle que vivía Cinthia, así que tomó su aparato de comunicación celular y le marcó para decirle que se aproximara al punto de reunión.
Cuando Gabriela la vio parada en la esquina, no dudó en jugarle una broma, como todo el tiempo hacía.
-Qué pasó pirujita, ¿cuánto?- Comenzó la plática Gabriela.
-Pues no sé, depende de lo que quieras que te haga-, contestó Cinthia con su patentada y por muchos conocida sonrisa cachonda.
-Quiero que me hagas de todo, pero qué, ¿cuánto cobras?
-Unos cien dólares-, esa era la moneda oficial del país poderoso vecino al norte.
-Uta madre… Mmmm… ¿Y a cuánto agarras el dólar?
En ese momento ambas no aguantaron la risa y estallaron en una alegría que poco duraría. Cinthia subió al carro y ambas cortaron la algarabía de golpe, como quien sabe que va a un velorio.
-¿Qué pasó buey, ya te vas a dejar de jaladas y me dirás qué es lo que pasa?- Inquirió Gabriela.
Antes de que pudiera contestar, una camioneta con estrobos encendidos de esas que salen en los comerciales y manejada por un pelón que le dicen El Tuerto, interceptó el carro de las mujeres frenándolas de golpe en el cruce de dos calles.
Las amigas estaban demasiado sorprendidas y agitadas para contar a la cantidad de hombres que bajaron de la unidad tipo “pick up”; pero sí distinguieron inmediatamente los rifles que portaban en sus manos y la vestimenta con el estereotipo del narcotraficante: pantalones de mezclilla entallados a las piernas tísicas, camisa estampada con cuadros de dos colores, botas de algún reptil muerto y sombrero que no se quitaban sin importar si había sol o no.
El reloj marcaba poco más de las cinco de la tarde y la calle estaba repleta de gente en el lugar de la obstrucción.
Absolutamente todos los que estaban en la zona observaron cómo el grupo delictivo agarraba de las largas cabelleras a las dos mujeres y con lujo de violencia y depravación las subían al carro mientras las apretaban de sus senos, nalgas y genitales.
El Tuerto servía de vigía.
-¡Qué ven, pendejas!-, decía en tono amenazante a todos los presentes, los cuales apresuraban el paso a su destino, se volteaban o simplemente cuchicheaban que no era la primera vez que atestiguaban algo así.
Nadie marcó a las autoridades de seguridad pública. Por ese motivo en el futuro, cuando fue reportada tardíamente la desaparición de las jóvenes, ni siquiera se supo en qué zona ocurrió el “levantón”.
Una vez dentro del vehículo de los delincuentes, las vejaciones continuaron para ambas. Los toqueteos genitales eran repetitivos y los gritos cada vez más fuertes, razón por la que rápidamente fueron amordazadas y amarradas de sus cuatro extremidades.
-Las vamos a llevar a un lugar bien bonito, pinches pendejas metiches-, comentó en tono burlón uno de los captores, mientras los demás reían como si acabaran de escuchar un buen chiste.
La camioneta no contaba con ventanas polarizadas. Todos en la vía podían observar las armas largas de los narcotraficantes, y todos también se daban cuenta de los forcejeos dentro del vehículo. Pero repitiendo la dosis de indolencia, nadie tuvo la decencia de agarrar su teléfono móvil, marcar tres números y decir lo que acababa de presenciar.
-¿Nosotras haríamos lo mismo? ¿Nos valdría madre ver el sufrimiento de los demás sin hacer nada?- Pensaba Gabriela en pequeños momentos de lucidez durante la lucha por su vida.
Luego de un tormentoso viaje corto llegaron a la casa de la cúpula, ubicada en un fraccionamiento de ricos con el mismo pésimo gusto por el arte.
Gabriela fue lanzada a empujones de la camioneta que estaba aun en movimiento y cayó aparatosamente en la acera que daba de frente a la vivienda.
De nueva cuenta las risas desquiciadas de los captores aparecieron.
-¡Miren cómo no pudo meter ni las manos la panochita esta!-, externó entre carcajadas El Tuerto.
-Oye, y siempre qué onda, ¿sí nos vamos a quedar con esta morra unos días?- Preguntó un delincuente a El Tuerto.
-Simón, ésta se queda pá gozar y a la compañerita se la va a cargar la verga.
Esto último no alcanzó a escucharlo Gabriela, por eso la tardía pregunta a Jerry, cuando ya solo le restaban dos dedos en su haber.
Los días a partir de que Gabriela se enteró de la muerte de su amiga pasaron muy rápidos y violentos. Ella dormía la mayor parte del tiempo con temblores y quejidos que cada vez aumentaban.
A pesar del alcohol que Jerry vaciaba en los pies y manos de Gabriela para mantenerla con vida, múltiples infecciones aparecieron en sus extremidades, las cuales anunciaban a cualquier persona, aunque desconociera de medicina, que la muerte se encontraba próxima.
Un día, en su desesperación provocada por agudos dolores, Gabriela desató los vendajes de sus manos con la boca, para encontrarse algo muy similar a unos tenedores sin picos. Y en las raíces, pus amarilla.
Comenzó a gritar desaforadamente. Ella nunca se dio cuenta cierta de la magnitud de las amputaciones debido a que después de que Jerry le cortara el tercer dedo, éste comenzó a compartirle algunas de sus inyecciones de heroína, en grandes dosis, dejándola casi como una pelusa en medio de un tornado.
Esta condición de inconsciencia de la mujer le permitía a Jerry maniobrar con mayor tranquilidad. Los cortes que realizaba en el cuerpo de la fémina empezaron como método de castigo, pero al poco tiempo ya tenían otro significado más alejado del concepto de humanidad. Aparte, la intoxicación permitía a Jerry violar a Gabriela con máximas comodidades.
De hecho, cinco días después de la reclusión de la joven, El Tuerto y séquito regresaron a la casa de la cúpula decididos a cumplir su palabra de “divertirse” con la cautiva. Sin embargo, al ver el estado en que se encontraba, mutilada, embarrada en las piernas de excremento, orines y manchas múltiples de semen en el cuerpo, sobre todo en el cabello, desistieron inmediatamente.
-¡No mames pinche Jerry, qué es este marranero que tienes aquí, no mames! ¡Eres un pinche pervertido a la verga!- Consideró El Tuerto.
¿Pero la perversión a quién le pertenecía? ¿A un joven que perdió la razón por tanta necesidad afectiva y económica, educado por un aparato eléctrico depravado y por un entorno dominado por la actitud de apología al delito? ¿A unos delincuentes que seguían órdenes superiores y que mataban como el pájaro vuela? ¿A unas autoridades que administraban a través de la ignorancia que no curan? ¿A la gente que luego de ver la desgracia ajena se retiraba a vivir la propia?
-Quiero que te deshagas de este pinche cochinero a la verga lo más pronto posible. Se pueden quedar unos días más en su luna de miel, pero después me limpias todo, porque de seguro pronto usaremos el lugar para atender nuevos clientes… No mames, de perdida compra un espray para que se vaya el puto olor a la verga-, ordenó El Tuerto recobrando su añejo sentido del humor.
Y así hizo Jerry; fue a la tienda de la esquina a obtener un desodorante que prometía funciones desinfectantes. Además, en ese viaje aprovechó para adquirir alcohol en un vesánico gesto de solidaridad con la víctima.
La tienda en mención era una desgracia para todos los demás pequeños comercios familiares de la zona residencial. Ésta, perteneciente a una de las empresas transnacionales más poderosas del mundo, contaba con todos los permisos para vender alcohol que la administración pública podía darle, pero que a la vez, cobraba carísimo a los demás particulares: práctica monopólica común en ese país.
Sin embargo, los productos que ahí vendían aparte del líquido embrutecedor eran harto peligrosos para la salud humana: panecillos elaborados con ochenta por ciento azúcares, refrescos aun más dulces, frituras extra saladas e irritantes, “comida rápida” con cantidades ingentes de conservadores y demás alimento chatarra.
Por eso la industria farmacéutica, los hospitales y las funerarias se habían vuelto un gran negocio.
Y como si la contaminación del cuerpo no fuera suficiente, en su aparador de venta de libros y revistas podían observarse solamente publicaciones con temas de la televisión: Tvynovelas, Tvenotas, Tvymás, Teleguía y un largo etcétera eran los nombres de los panfletos.
En el área “culta”, los libros que engalanaban a la tienda eran los de temas que prometían enseñar cómo volverse millonario en un mes, cómo hacer que todos te obedecieran, cómo gustarle a los del sexo opuesto y demás cosas que en realidad solamente provocaban en el lector un deseo compulsivo por volverse fisicoculturista.
Todos los productos antes mencionados atrajeron la atención de Jerry y de la mayoría de los comensales, porque estas cosas jugaban con necesidades básicas del ser humano como son el hambre y la carestía de atención, pero el dinero que tenía apenas y le alcanzaba para el alcohol de caña, desodorante y un refresco “sin azúcar” más dulce que un mango maduro.
Con todos estos productos regresó Jerry bolsa en mano a la casa vuelta campo de concentración.
Por los olores fétidos del cuarto de Gabriela, decidió cambiarla a la habitación más grande de la casa, la de la cúpula, ubicada en la parte más alta, donde sí tendría muebles y otras comodidades como baño propio y alfombra.
-Aquí en esta camita va a estar más cómoda mi reina-, pensó caballerosamente Jerry.
Así fue. La llevó cargada en su hombro a la eclesiástica habitación. La amarró de pies y manos a unas piezas metálicas que se encontraban en las orillas de la cama, como si hubieran sido hechas para ese fin u otros más fetichistas ¿Pero qué puede ser más “snuf” que una mujer cautiva, atada a una cama desnuda, abierta de piernas, sangrante y drogada?
En este cuarto Jerry procuró ser más decente. Cada hora, desataba a Gabriela para llevarla al baño aunque no tuviera nada que hacer ahí. Le llevaba puntual su comida básica, que era surtida en la alacena por otros narcotraficantes, e incluso la soltaba para que pudieran descansar sus extremidades incompletas, pero la mantenía encerrada por fuera.
A pesar de las mejoras, las agresiones contra la drogada Gabriela no cejaron. Sólo se volvieron menos violentas por el estado narcótico en que se encontraba. Eso si “menos violento” se le podía llamar a cortar miembros del cuerpo con menor resistencia del afectado.
En esa rutina continuaron hasta finales del mes de marzo, en que El Tuerto por medio de una llamada telefónica le ordenó a Jerry “concluir el trabajo”.
-Es hora de matar a la verga a la morrita. Así que te vas despidiendo de ella, mi depravado amigo-, mencionó El Tuerto a un desconsolado Jerry, que estaba a punto de las lágrimas.
-Pero mira, no te agüites. Tú no vas a matarla. De eso me encargo yo, no te preocupes-, agregó el sicario.
-No, no quiero. Ella se va a vivir conmigo-, apuntó Jerry de forma inconsciente, aunque no sabía con qué cara llevaría a vivir un casi cadáver a casa de sus padres.
-Mira pinche piratón, no te quieras pasar de listo conmigo, o más bien, de menso. Ni siquiera pienses en querer llevártela, porque de volada te encontramos y te haremos todas las linduras que le hiciste a la morra. Así que aterriza y túmbate el rollo a la verga”-, concluyó El Tuerto la conversación mientras colgaba el teléfono.
Jerry tenía que volver a resignarse a pasar los días solo, y en el mejor de los casos, en compañía de adictos que solamente hablaban de fútbol y de cómo hacerse de más dinero para cubrir sus vicios.
Por su parte, El Tuerto se levantó del cómodo sillón reclinable en el que estaba hablando con Jerry, y donde previamente recibió la llamada de su jefe, de apellido Gastélum, en la que le ordenaba deshacerse de una vez por todas de Gabriela.
Para desaparecer a la joven, El Tuerto repetiría la simple estrategia con la que volvían invisibles a los cadáveres, martillo y azote de policías investigadores que jamás encontraban cuerpos de los secuestrados.
Tal y como hizo en el caso de Cinthia, el mafioso se dirigió a la tienda de la esquina de la casa de la cúpula: la misma donde Jerry había comprado refresco, alcohol y el desodorante en espray.
Ya en el lugar, El Tuerto pidió al cajero que viniera el Gerente de la tienda, porque tenía “cosas personales” que tratar con él.
El administrador del negocio llegó presto. Recibió a El Tuerto con abrazo y saludo de manos que incluyó complejos movimientos aleatorios, como solo dos amigos de la escuela sin años de verse lo podrían hacer.
-Qué onda, ¿necesitas otra vez un paro?- Le dijo el encargado de la tienda al visitante entre sonrisas llenas de estupidez.
El Tuerto asintió con la cabeza usando una sonrisa mesurada y maligna. La impresión que daba la escena es que ésta ya se había repetido docenas de veces. Entonces se dirigieron a la puerta trasera del establecimiento, donde se encontraba una gran bodega que servía como almacén de productos.
-A ver, a ver, creo que por aquí quedaba una caja de estas… Ah, sí, aquí está. Tienes suerte pinche Tuerto-, señaló el Gerente entre risitas que inmediatamente fueron correspondidas.
El narcotraficante sacó entonces de su bolso derecho del pantalón un fajo de billetes verdes de alta denominación. Tomó cinco y se los dio al comerciante, quien bien sabía que no cualquiera le vendería sin cuestionar una caja tan grande de ese producto a una persona.
Mientras hacía el trato, y con la familiaridad que sentía con el vendedor, El Tuerto le preguntó qué había pasado con el anterior cajero.
-Lo que pasa es que el hijo de puta quería que le diéramos seguro médico y prestaciones para sacar una casa a crédito. No mames. Hasta estaba alborotando a los demás empleados para formar un sindicato y que pidieran lo mismo… el muy cabrón.
Con su caja en brazos, El Tuerto salió de la tienda y se dirigió a la camioneta. Echó en la caja de la “pick up” su compra y se dirigió a la puerta de la vivienda de la cúpula.
Cuando abrió la puerta, Jerry lo esperaba sentado en una de las escaleras de la casa, que daban justo de frente a la puerta principal.
-Mira lo que te traje, morro. Hoy vas a aprender algo nuevo-, comentó El Tuerto mientras cargaba torpemente la pesada caja e intentaba cerrar la puerta.
Dejó el paquete en el suelo y le dijo:
-Te voy a explicar rápidamente cómo es este jale: con ese cuchillito con el que has estado jugando con la nena, la vas a cortar en pedacitos a la verga. Simón, así como lo oyes, en pedacitos, lo más pequeños que puedas, porque todita la morra tiene que caber en el bote de basura que está en el patio de atrás. Ese bote va a estar lleno de la madre que acabo de comprar, que es ácido para limpiar los baños a la verga, y luego de unos días, `voalá´, hicimos magia que ni el pinche David Coperfield podría.
Con una inocencia impropia de su condición, Jerry puso cara de sorprendido. Él odiaba al mundo y sin duda los quería desaparecer a todos, pero no sabía que existían formas literales de hacerlo.
-Y mira, como yo la neta soy medio asqueroso para esos jales, tú siempre sí me vas a ayudar. Ya sé que te había dicho que no, que yo lo haría y que la verga, pero como ninguno de mis compas estaba disponible para ayudar, pues tú te lo vas a aventar; así que apúrate que ya me está dando hambre.
Jerry suspiró y tomó el cuchillo de la mesa. Subió al cuarto dispuesto a terminar el trabajo. Gabriela lo recibió abriendo los ojos entre luces tenues luego de un largo sueño.
-¿Y ahora a ti qué te pasa? ¿Qué me piensas cortar con ese cuchillo, si ya no tengo más dedos?- Dijo con una sonrisa lúgubre, muy narcotizada y con actitud inverosímil en cualquier persona.
-Ya no hay nada que me puedas quitar. Con tu cuchillo de mierda no me puedes cortar a mi papá, ni a mis recuerdos, ni lo que alguna vez fui, ni lo que pienso-, insistió la muchacha.
Marchita, en el otoño de su existencia, Gabriela alzó su cara y la mirada la enfocó en la otra víctima desquiciada.
-Yo también he sufrido mucho todos estos días-, dijo Jerry. -Hoy no me he drogado y la verdad es que así como estoy ahorita, no sé cómo fue que me metí en esto. Ni siquiera sabía cuánto me iban a pagar y dije que sí, sin preguntar.
Y continuó: -Ni siquiera sé quién eres, ni por qué estás aquí. Sólo sé que te hice todo esto, que no hay vuelta atrás, que tú te tienes que morir y que seguiré hasta las últimas consecuencias. Hasta que en el otro mundo me encuentres y me hagas pagar todas las que te hice.
-Ahora cállate y déjate inyectar esto. Es toda la droga que tengo. Preferirás morir de sobredosis a sufrir lo que voy a hacerte,- concluyó la oración.
Ya sin fuerzas para luchar o resignada, Gabriela se quedó viendo fijamente los ojos de Jerry, quien ya descargaba de la jeringa enterrada en el pecho la anestesia final.
La sustancia se expandió rápidamente por el cuerpo desnudo entre las venas. El primer efecto fue como el de un cabeceo ocasional de anciano frente a la tele. Pero segundos después su pecho aun femenino se contrajo, mostrando expuestas como nunca antes sus costillas filosas.
El ataque al corazón fue fulminante. Dos muecas de dolor que más bien parecían de placer, comparándolas con los antiguos gritos de las mutilaciones, fueron las únicas bienvenidas que Gabriela dio a su muerte sin resolver.
Jerry se quedó viéndola varios minutos dormir para siempre, con la mirada perdida. Esto provocó que El Tuerto subiera corriendo las escaleras y entrara sin avisar al cuarto.
-Qué pedo, te dije que te apuraras a la verga. ¿Ya está muerta?
-Sí.
-Pues entonces haz lo que te dije. ¡Ya! Nomás deja que me vaya.
Jerry esperó a que su jefe se fuera. Sacó de la parte frontal de su pantalón una bolsita que se sostenía con el cinturón. Estaba espantado de sí mismo, de lo que haría. Su corazón batía como el de un recién nacido.
Recargó de nuevo la jeringa con la sustancia que contenía el empaque y se la aplicó en uno de sus brazos. Podía percibirse que no quedaba mucho lugar para piquetes en su miembro moreteado.
Dejó que el tiempo pasara lento mientras esperaba a que la heroína cumpliera su papel. Razonaba mientras que luego de lo que haría, no volvería a ser el mismo hombre que alguna vez soñaba con ser justo.
Tomó el cuchillo y empezó a cortar de las rodillas para abajo. Luego de los muslos en la misma dirección. Después la pura cadera, dejando el vientre rebanado y los intestinos en el suelo.
La fuerza y la determinación de Jerry por terminar de una vez por todas con lo que le habían mandado, lo hacían ver peor que un cazador furtivo de focas en Canadá.
El tronco, la cabeza y los brazos cercenados de Gabriela fueron los últimos en diseccionarse. Todo lo metió en una bolsa enorme para basura que El Tuerto le había dejado en su reciente visita.
La pulcritud del cuarto, mantenida por Jerry hasta ese entonces, ya no existía.
-¿Qué pasó cabrón, ya estuvo?- Preguntó de nueva cuenta El Tuerto, motivado por la ansiedad; sin embargo, debido a la espantosa escena que alcanzó a ver unos segundos salió corriendo del cuarto inmediatamente, entre risas que solo podría compartir en una reunión de locos.
-¡Uta madre güey, te pasaste! Yo pensé que nada más la ibas a cortar en unos tres pedazos, pero tú sí que estás cabrón a la verga-, gritó sorprendido y aun riéndose el narco desde el pasillo que estaba afuera del cuarto.
Transformado en algo más oscuro, Jerry salió a su encuentro con la bolsa de restos humanos en la mano.
Ambos delincuentes se dirigieron a la parte trasera de la vivienda, donde el bote lleno de ácido esperaba cumplir una vez más su función. La mafia ya se había cansado de dejar huellas de sus crímenes en lotes baldíos o basureros.
Los muertos del crimen organizado morían por bala en la vía pública, o por tortura y desaparición total de la faz de la tierra, como pasaba en la casa de la cúpula.
*Néstor Cruz es periodista. Director de la Revista Reportaje. Textoservidor.