Por Néstor Cruz Tijerina*
La semana pasada no escribí para Radanoticias porque tuve un montón de chamba. Así que aquí, públicamente, le pido una disculpa a Nelly, su titular, y a alguno que otro lector desbalagado que pueda tener por ahí.
Las cosas serias de la vida como el trabajo para tragar, me han mantenido con la mente muy dispersa. Incluso antes de sentarme a teclear estos garabatos no tenía claro qué le podría interesar leer al ensenadense.
¿De Pelayo? ¿De Hirata? ¿De los locatarios de La Bufadora? ¿De que la SEPESCA le dará recursos económicos al sector, como vi en una notilla por ahí? ¿Eso es lo que interesa, lo que más importa? ´Deperdis´ a los periódicos sí, porque tienen días con eso. Meses. Años. Cambiando el nombre de los actores, y ya.
¿Saben a mí por qué ya me jode reportear? Antes de responder, aclaro que lo hice más de 10 años de mi vida… bueno, además de que es pésimamente pagado, la mayoría de los medios te exigen cuota de notas. Cuota, como si estuvieras haciendo almohaditas de avión en la maquila. Y aclaro que trabajar en la maquila está bien, sólo que maquilar cuando tienes a la mano un instrumento de transformación social, pues no. Es un desperdicio. Y un atentado a la inteligencia de la ciudadanía. ¿Por? Pues porque todos se dan cuenta que el mundo de la declaración oficial y la macroeconomía, y el de la vida real, son el agua y el aceite, el pene y la vagina.
Bueno… creo que en un artículo anterior ya hablé bastante del periodismo que se practica en Ensenada y en todo el país… ahora quiero hablar de por qué, aunque me gusta y lo sigo practicando, considero que la literatura, y particularmente la novela, reúne, barajea y zurra un producto mucho más sofisticado, mucho más sólido, para el aprendizaje, el viaje y la revolución del uno mismo.
Claro que hay bodrios noveleros, como en todo arte, como en todo lo que toca la mano humana, pero pues yo les quiero hablar de lo que he aprendido de mis favoritos como lo son Dostoievski, Saramago, Tolstoi, Pamuk, García Márquez, Murakami, Ibargüengoitia, Bolaño, Orwell… y bueno, le paro porque no quiero volver académico este pequeño texto. De por sí a mucha gente le caga leer por las poses y la erudición que desafortunadamente permea en el ámbito literario…
Mi objetivo hoy será transmitirles, desde mi punto de vista arbitrario y todo lo equivocado del mundo posible, y también inspirado en un discurso reciente que leí del turco Orhan Pamuk, cómo es el proceso de creación de la «buena» novela. Lo entrecomillo porque sé que a millones les parece buena la cosa esa que sale de la cabeza de Coelho y compañía. Y me pondré serio porque es un asunto deveras serio ese de los viajes metafísicos que nos brinda la literatura.
Las novelas son segundas vidas. Como los sueños, las novelas ponen al descubierto los colores y las complejidades de nuestras vidas y están llenas de gente, rostros y objetos que creemos reconocer.
Cuando nos sumergimos en una novela, y al igual que sucede en los sueños, a veces es tan honda la impresión que nos causa la extraordinaria naturaleza de las cosas que leemos, que olvidamos dónde estamos, y es como si estuviéramos rodeados de la gente y los acontecimientos imaginarios que estamos presenciando.
En esas ocasiones, tenemos la sensación de que el mundo ficticio que descubrimos es más real que el propio mundo. El hecho de que esas segundas vidas puedan parecernos más reales que la realidad, significa a menudo que sustituimos las novelas por la realidad, o al menos que las confundimos.
Sin embargo, nunca nos quejamos de esta ilusión, de esta ingenuidad. Al contrario, al igual que en algunos sueños, queremos que la novela que estamos leyendo continúe y esperamos que esta segunda vida siga evocando en nosotros un sentido constante de realidad y autenticidad.
Al soñar asumimos que los sueños son reales; así son los sueños por definición. De modo que al leer novelas asumimos que son reales, pero en algún rincón de nuestra mente también sabemos que nuestra asunción es falsa. Esta paradoja se deriva de la naturaleza de la novela. Empecemos recalcando que el arte de la novela reside en nuestra capacidad para creer simultáneamente en estados contradictorios.
¿Qué sucede en nuestra mente, en nuestra alma, cuando leemos una novela? ¿Cómo es posible que esas sensaciones interiores difieran tanto de lo que sentimos cuando vemos una película, miramos un cuadro o escuchamos un poema?
Una novela puede, de vez en cuando, proporcionar los mismos placeres que una biografía, una película, un poema, un cuadro o un cuento de hadas. Sin embargo, el único y verdadero efecto de este arte es, en esencia, distinto del efecto de otros géneros literarios, del cine y de la pintura.
Por ejemplo, la descripción que hace Tolstoi de cómo Pierre observa la batalla de Borodino desde lo alto de una colina, en Guerra y Paz, se ha convertido para mí en el paradigma de cómo se debe leer una novela.
Muchos de los detalles que percibimos que la novela teje con delicadeza y prepara para nosotros, y que creemos que debemos tener presentes en la memoria mientras leemos, aparecen en esta escena como si se tratara de un cuadro. El lector tiene la impresión de que no se encuentra entre las palabras de una novela, sino ante una pintura paisajística. Aquí, la atención del escritor para el detalle visual, y la capacidad del lector para transformar las palabras en una gran pintura a través de la visualización, son decisivas.
También leemos novelas que no tienen lugar en amplios paisajes, en campos de batalla o en la naturaleza, sino que están ambientadas en estancias, en sofocantes atmósferas interiores: La Metamorfosis de Kafka es un buen ejemplo de ellas.
Leemos esas historias como si estuviéramos observando un paisaje y, al transformarlo en un cuadro en nuestra mente, nos acostumbrásemos a la atmósfera de la escena, dejándonos influir por ella y, de hecho, buscándola de forma constante.
COMO PINTAR UN CUADRO, PERO VIVO
Leer una novela empieza con la capacidad de ver el mundo no desde el exterior, sino a través de los ojos de los protagonistas que viven en ese mundo.
Cuando leemos una novela, oscilamos entre la visión a largo plazo y los momentos fugaces, los pensamientos generales y los hechos concretos, a una velocidad que ningún otro género literario puede ofrecer.
Leer una novela significa que, mientras sometemos el contexto general a la memoria, seguimos, uno a uno, los pensamientos y las acciones de los protagonistas y les damos un significado en el paisaje en general.
Nos encontramos entonces en el paisaje que hasta hace poco observábamos desde el exterior: además de ver las montañas en nuestra mente, sentimos el frescor del río y percibimos la fragancia del bosque, hablamos con los protagonistas y seguimos nuestro propio camino para profundizar en el universo de la novela.
Nuestra mente, por otro lado, realiza un gran esfuerzo cuando estamos inmersos en una novela. Oscilamos continuamente entre el paisaje, los árboles, los protagonistas, sus pensamientos y los objetos que tocan.
Nuestra mente y nuestra percepción trabajan de forma intensa, con gran rapidez y concentración, llevando a cabo numerosas operaciones de forma simultánea; pero muchos de nosotros ni siquiera nos damos cuenta de que estamos en este proceso: Somos como alguien que conduce un carro y no es consciente de que aprieta botones, pisa pedales, gira el volante con cuidado, obedece muchas reglas y lee e interpreta las señales de la carretera; todo ello, sin perder de vista a los otros vehículos mientras conduce.
La analogía del conductor es válida no sólo para el lector, sino también para el novelista. Algunos -como yo- no son conscientes de las técnicas que utilizan; escriben de forma espontánea, como si estuvieran llevando a cabo un acto de lo más natural, ajenos a las operaciones y cálculos que están realizando mentalmente y al hecho de que están utilizando pedales, frenos y los botones que el arte de la novela les proporciona.
Definamos como «ingenuidad» tener este tipo de sensibilidad, a este tipo de novelista y lector de novela. Y utilicemos el término «reflexivo» para describir precisamente la sensibilidad opuesta: en este caso, lectores y escritores que les gusta la artificialidad del texto y su fracaso para alcanzar la realidad, y que prestan gran atención a los métodos utilizados en la escritura de novelas.
Ser buen novelista es el arte de ser ingenuo y reflexivo al mismo tiempo.
Bueno, ya; creo que me excedí del espacio que normalmente utilizo para estos artículos. Mi papá lo llama diarrea verbal, y veo que es hereditario 🙂
*Néstor Cruz es periodista. Director de la Revista Reportaje. Fanboy de Pamuk. Textoservidor.
PD. Por ahí de julio del año pasado empecé a leer una grandota novela llamada Canción de Hielo y Fuego, del escritor gringo George R.R. Martin… hasta el momento van cinco torahs de más de mil páginas cada uno. Y lo señalo porque el autor logró, hasta el momento, inventar todo un nuevo mundo con regiones, familias, religiones, historia… y hasta pesos y medidas.
Es deveras impresionante las posibilidades que te brinda la novela. Y si en algo te llamó la atención todo este discurso mal hecho, te lo recomiendo ampliamente.
Siempre es bueno dejar un ratito El Vigía y El Mexicano y el Zeta, y conocer que otros mundos son posibles. Que no sólo importa estar enterados. Ahí radica, como dije al principio, el verdadero cambio, tan necesario, en este mundillo así como está.