Por Néstor Cruz Tijerina*
Todo aquel que llega sin dinero a la quincena, al fin de semana, de mes, o al día que paguen, contando las horas y ya sin un peso, vive al día.
Creo que a la mayoría de la gente le resulta familiar. Pero esta mayoría, ¿se ha puesto a pensar en qué se gasta el dinero?
La respuesta obvia es renta, hipoteca, créditos, hijos, mandado, etcétera. Sí, lo que se necesita para vivir de acuerdo a lo que creemos que es correcto y normal, porque ya nadie se cuestiona que está mal siempre deber, siempre estirar el dinero y siempre estar en crisis.
A los más afortunados, a veces les alcanza para ir a un concierto, o al cine con todos los niños. O hacer carnes asadas y borracheras familiares o con los cuates
Los más afortunados se compran un carrito 5 ó 7 años viejo, importado, y se transportan con un aire de superioridad, la mayor parte de las veces, que sólo demuestra lo sometidos y resentidos que se sienten en el fondo, al tener que ser «gatos» de algún empresario o político ojete que tiene con qué pagarles esos lujillos.
Claro que están los que estudiaron mucho y ganan bien en alguna institución científica o empresa transnacional. Y no batallan con empleadores caciques. Y gozan de tranquilas condiciones laborales. Qué gusto por ellos. Pero son tan poquitos en comparación con la masa poblacional… y aquí quiero escribir de los jodidos y los más. Los que ganan entre mil y 4 mil pesos semanales.
Un dineral se les va en gasolina. Otro en comidas en la calle. Otro en vicios. Otro en el mandado. Otro en comprar algo para fantochear que se tiene más de la realidad, léase celulares, ropa de marca famosilla, electrónicos para el hogar, joyería, etcétera.
La publicidad sabe dónde llegarle al sometido, al que se siente menos. Vende objetos que prometen poder, sabiduría, atracción, sentido del humor, felicidad en general. La publicidad sabe lo infeliz que eres en el fondo y te pega ahí, en el orgullo, un orgullo construido a base de palazos como a los perros callejeros, derrotas, insatisfacciones y demás sueños frustrados que puedas tener por ahí.
Entonces la magia la ponen al alcance de tu presupuestos… 200 pesos semanales hasta un pobretón como tú los puede pagar. 200 pesos que le restas a tu calidad de vida por voluntad propia, con alegría incluso. Pero en el fondo sólo ganaste una cosa y perdiste quién sabe cuántas. Y no sólo cosas, sino tu tranquilidad, esa también se fue, cada que te pones contento por no estar en el buró de crédito y empezar tu viacrucis.
Leído así te puede sonar muy anticapitalista, muy antisistema y comunistoide genérico. Pero todo aquel que gana lo que puse arriba y tiene créditos, sabe de qué hablo.
Sí, el aparatito toma fotos de 12 megapixeles, pero siempre haces todas las tomas movidas. Sí, la chamarra Nautica -sin acento porque es en inglés- está bien padre, pero sigues estando gordo cervecero y en un suspiro te reventará el corazón. Sí, la Macbookpro va en chinga y reproduce gráficas impresionantes, pero la usas para chatear o ver porno, como se hace con cualquier Pentium.
Y los ejemplos así de usos muertos de cosas caras, pueden seguir todo el día. A menos que seas un profesional o reboses talento en tus actividades artísticas, tanta cosa está de más. Pero aún así la compras para sentirte chingón. Es cierto que antes de ser fuerte, hay que sentirse fuerte. Pero el poder que te dan los accesorios, si eres un pastel de carne vacío, de nada servirá.
Y, para los que nos damos cuenta de lo ridículo que se ve un enano bajándose de una Cheyene o un empleado de maquila con un Nextel Ferrari, el espectáculo es muy triste y chistoso. Ambas cosas a la vez. El espectáculo de la vida. El del chango dándose marometas para impresionar a la changuita. El del ave del paraíso cambiando de colores y esponjándose hasta límites imposibles con el objetivo simple de agradar.
Es tristísimo, en serio, que el poquito dinero que te avienta el patrón a cambio de tres cuartas partes del tiempo efectivo de tu vida -sin contar dormir- te lo gastes en espejitos de colores. Y todo viene de ahí, de la mentalidad infantil. A un niño de cuatro añitos le enseñas un grupo de vidrios rotos de botellas de cerveza, y son tesoros, porque brillan con el reflejo del sol, son llamativos y cuando los tienen en sus manos los convierten en individuos distintos a los demás.
El adulto promedio se siente igual con un objeto de moda en la mano. Pero con la diferencia de que en la oficina la mayoría también trae esas madres. Y ahí es donde también entra el «él lo tiene, por qué yo no». Y se gastan la quincena. Y no tapan con eso ningún hueco.
Vivir así está muy bien hasta que eres viejo y te diste cuenta de que lo único que conociste del mundo fue tu ciudad y tres o cuatro más. Que jamás viste la muralla china y mucho menos los pingüinos del Polo Sur. Ni las pirámides de Egipto ni los Alpes Suizos ni las Cataratas del Niágara y ya ni siquiera Cancún.
En ese sentido los jóvenes que no son tan burros como para embarazarse pronto, utilizan su dinero poquito para darse esos pequeños inmensos placeres de vivir. Y qué suave. La mayoría después se mete en la dinámica familiar y se les acabó eso. Y qué pena, de verdad.
A lo que voy con todo esto es que, ya si no vamos a agarrar las armas y a exigir a los gobernantes y empresarios que nos hagan como quieren, entonces deberíamos de aprender a tener mejor calidad de vida. Como hacen en lugares que les dicen del «primer mundo», porque nos guste o no, tienen mejor educación.
Usar la bici, caminar. Carajo, no estamos la Ciudad de México o en Guadalajara donde para llegar al trabajo recorremos como 30 kilómetros. Hacer la comida en casa; con 30 pesos por cabeza -pensando en la familia- comes lo mismo, y si eres bueno, hasta más rico, que en un mugroso restaurante promedio. Dejar de gastar 300 pesos en vicios por semana -sí, ajá; el vicio sirve para anestesiar la inconformidad-…
Y todo eso que te ahorras en gasolina, vicios y comida, guardarlo para salir a fin de año a donde se te pegue la gana, sea Culiacán o Zurich, donde sea, pero que te permita vivir, ampliar los horizontes, darte cuenta de que no todo es aquí, y te den ganas, al final, motivado por otros estilos de vida, de cambiar esta realidad.
Con esas experiencias tan simples te vuelves mejor ser humano. Ya no digamos leer o estudiar: con ser un hombre o mujer «de mundo», tendrás más que aportarle a tu generación y descendencia. Vivir en una cueva con todos los accesorios de confort que te vende la publicidad, sólo te hace un ser humano que roba recursos valiosísimos para este planeta, sin ofrecer un pito a cambio.
De humanos infelices, insatisfechos con el trabajo y la señora, presionados por las deudas, estamos rodeados. Mira a tu alrededor. Deberías de animarte a dejar la uniformidad y a ser más humilde con tus necesidades básicas, si es que ya asumiste ser un simple y respetable empleado, y aspirar a ser algo más en lo que verdaderamente importa, que es el intelecto, la calidad de vida y los recuerdos que nos llevaremos antes de morir.
Es el mejor consejo que puedo dejar pensando en mi hija y en las personas que amo, que son pocas. Y lo hago público para quien lo quiera tomar, sin esperar gran cosa como respuesta, porque hasta eso, preocuparse por todos también es mal pagado.
Néstor Cruz es periodista. Director de la Revista Reportaje.